Las urracas sienten fascinación por los objetos que brillan. Si amaestras a una y la dejas suelta por la casa, te robará las llaves, el reloj, los gemelos, las joyas que no pongas a resguardo, porque son ladronzuelas de fulgores.
No sé cómo a nadie no le ha dado todavía por amaestrar una bandada de urracas y soltarlas en una tienda de Tiffany´s o de Cartier: aquello sería como el saqueo de Roma por Carlos V. “Un atraco alado”, “El gran golpe de las joyas volantes”, dirían los periódicos.
Tenemos en común con las urracas ese gusto por las cosas relucientes. Hasta el siglo pasado, por ejemplo, el sistema monetario internacional estuvo regido por el patrón oro. Ni patrón plata ni patrón patata: patrón oro. Del que le gustaba a Tutankamón. Del que le gusta a la gente de las barriadas marginales de cualquier parte del mundo, dispuesta a llevar oro hasta en los dientes, porque llevar oro encima es como proclamar que uno no es un muerto de hambre, así esté muerto de hambre. Te cuelgas una cadena de oro del cuello y eres el rey del lumpen, el sultán del hampa, el monarca quimérico del barrio, el emperador del bloque o el gran visir del polígono.
Salimos a la calle y nos atrae el resplandor de los escaparates, las mercancías rutilantes que nos tientan con su hermosura inútil, porque esa inutilidad forma parte de su hechizo: lo hermoso sin porqué. Vamos de viaje a cualquier sitio exótico y volvemos cargados de cacharros que no sabemos dónde colocar, en buena medida porque nuestra casa parece ya un bazar atiborrado, de modo que nos ponemos a regalar cosas a las amistades, esas amistades que tampoco tienen dónde colocar nada, con la agravante de que ellos, cuando les toca viajar a lugares remotos, nos traen, por corresponder a nuestro detalle, o quién sabe si como venganza, algún adorno étnico que tampoco sabemos dónde poner, de modo que va creándose una cadena de transmisión de chirimbolos que dormitan en cajas y cajones con el desorden patético de la chatarra. Un rebujo informe de metal, de cristal, de azófar y de bronce, de plástico y de papel, de seda y barro: nuestra despensa de fantasmagorías decorativas.
Los objetos tienen un componente mágico: nada más verlos, pueden deslumbrarnos y despertar en nosotros el afán incontrolable de poseerlos, de tenerlos para siempre cerca. Se convierten en una necesidad innecesaria, aunque irrenunciable. Hay quien roba y hay quien mata para poseer. Hay quien sólo vive para poseer cosas.
Pero, una vez que logramos adueñarnos de un objeto ansiado, resulta que se vuelve invisible: está ahí y no lo vemos. Pasamos 20 veces al día por delante de él como quien pasa por delante de un hueco vacío, porque ese objeto codiciado ya no existe: el hecho de poseerlo lo anula, lo convierte en una pieza indistinta de nuestro teatro doméstico. Ese pequeño teatro repleto de utilería inservible, de cosas que dejan de existir a fuerza de convivir con ellas, de verlas, de quitarles el polvo. Ese pequeño teatro en el que, al final, acabamos como Hamlet, con una calavera sonriente en la mano, haciéndonos quién sabe qué preguntas.
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Muy interesante. Además de la atracción por lo reluciente y hermoso, está la atracción por lo viejo e inservible. Siempre que voy al antiguo mercadillo del Charco de la Pava, antiguo mercadillo de la Alameda, ahora a espaldas del Estadio Olimpico de Sevilla (por cierto, un Estadio Olimpico en una ciudad donde no ha habido nunca Olimpiadas, dígame si no es surrealista; contemple los cinco aros enlazados a la salida del Estadio, primitivamente de cinco colores distintos, igualados ahora por el barniz de la herrumbre), como decía, me fascinan todos esas cachivaches que los mercachifles arrojan sobre una manta o una ropa de camilla con olor a alhucema y a hachís, en espera de que la gente se sienta atraída por esos cacharros inservibles, quizás para sacarlos de ese limbo que para los objetos es estar en venta.
ResponderEliminarMás de una vez me ha pasado.
Cuántos objetos nos fascinan, nos obsesionan, nos tienen días pensado en ellos hasta que decidimos hacernos con ellos. Entonces pierden gran parte de su magia y tenerlos no es tan interesante como haber imaginado tenerlos.
ResponderEliminarMuy interesante reflexión, y muy bien plasmada en el papel, que a veces es lo más difícil. Saludos de un antiguo roteño.
Y es que lo que mueve al ser humano no son las riquezas, sino el deseo y los símbolos. Magnífico texto, como de costumbre.
ResponderEliminarUn saludo.
Muchas gracias por vuestros comentarios tan amables.
ResponderEliminar¡¿¡Está usted por aquí y yo me entero ahora!?!
ResponderEliminarDecía Pericón de Cádiz que tenía amaestrado un pulpo que "escondidas bajo sus bigotes" se llevaba a la cefalópoda guarida todo objeto brillante que encontrara. Objetos que, de vez en cuando, Pericón retiraba de su cueva.
ResponderEliminar- Vamo, que yo era er shulo der purpo -comentaba en cantaor.
Miguel:
ResponderEliminarYo soy más de opaca plata que de lustroso "colorao" pero genéticamente trapero recolector y contumaz coleccionista de baratijas de todo tipo que expongo en todas las viviendas por las que ha ido transcurriendo mi vida. Once hasta el momento si la cuenta no me falla, y esperando que tal vez la onceava actual no sea la última.
La inutilidad de los múltiples objetos que descansan en nuestros antiguos anaqueles o en ultramodernas estanterías, se conjuga con las voces que de vez en cuando, sólo couando nos detenemos a oirlas, nos susurran desde un tiempo pasado en el que llegaron a nuestras manos.
El sagrado Egipto de las cosas.
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