lunes, 19 de diciembre de 2022

UN RELATO NAVIDEÑO

 

LA VÍSPERA

 

Mi empresa se dedica a mediar entre vendedores y compradores. Unos clientes me citaron en Alicante el 23 de diciembre. Para cenar. Podría haberme disculpado, por lo señalado de la fecha, pero estaba en juego una comisión sobre la venta de un hotel en primera línea de playa y tengo por norma desconfiar de los azares de última hora. Si no había ninguna sorpresa, aquella operación equilibraría un año flojo. Elena lo comprendió, pero no le cayó bien, porque la comprensión tiene sus limitaciones emocionales, y la comprendí. Le prometí que volvería el 24 a primera hora para ayudarle a preparar la cena.

            Elena y yo nos casamos hace ahora siete años. Un par de años antes, a los cinco o seis meses de conocernos, yo rompí con Clara y ella con su marido. Elena tiene gemelas de once años y yo un hijo de dieciséis. Las hijas de Elena siguen mirándome con el mismo recelo que el primer día. Mi hijo me mira con el mismo rencor que cuando salí de casa para irme a vivir a un apartamento de alquiler en el que la tapicería del sofá era la misma que la de las cortinas.

            Me pasó lo que a casi todos: no dejé a Clara porque no la quisiese ni porque Elena me gustase más que ella, sino sencillamente porque era otra. No hubo, en esencia, mucho más. Eso, por supuesto, lo sé ahora, pero entonces no: Elena representaba una vida nueva, aunque al poco comprendí que la vida no está fuera de uno mismo. No quiero decir que esté mal con Elena ni mucho menos, sino que a estas alturas podría estar con cualquiera, incluida Clara. A los sesenta años conviene cerrar el laboratorio.

            En la cena éramos nueve, todos hombres. Las negociaciones habían tenido un prólogo largo y sólo se trataba en realidad de celebrar la firma, de modo que se firmó el contrato nada más sentarnos a la mesa, supongo que para poder celebrarlo cuanto antes. Me alegré de que no surgiesen pequeñas discrepancias de última hora, que suelen ser las más peligrosas para el éxito de este tipo de transacciones. El restaurante era tailandés y estaba decorado con tiras de espumillón azul eléctrico y con un abeto iluminado con guirnaldas de luces azules, de un elegante azul frío.

         Cenamos.

            “Vamos al Ma Chérie”. Alguno opuso resistencia, pero al final nos fuimos los nueve al Ma Chérie. A la entrada había un árbol de navidad con luces rojas y bolas doradas. Las muchachas se habían vestido esa noche de Papá Noel. La que me dio conversación se llamaba Martina y era eslovaca. Salimos de allí más allá de las cinco y media, porque el ánimo suele enredarse en esos sitios. Yo tenía que estar en el  aeropuerto en torno a las siete y cuarto.

            Llegué al hotel con apenas tiempo para darme una ducha. Era un hotel muy de medio pelo, pero no encontré otra cosa, más allá de los prohibitivos. Se ve que yo no era el único desplazado durante la víspera de una celebración eminentemente casera. En el hall había un abeto artificial con luces parpadeantes y espumillón dorado. Pedí por teléfono que me subieran un café a la habitación y me dijeron que no era posible. Le pregunté al recepcionista en qué planta servían el desayuno. Me dijo que en la entreplanta, de siete y media a diez y media. Eché en un vaso dos comprimidos de Actrón. El alcohol aún no me había hecho daño. Estaba esperando sin duda a que yo entrase en el avión para hacérmelo, como efecto teatral. Veía una escena anticipada: Elena ofreciendo licores después de la cena.

            Bajé a recepción. El reloj de pared marcaba las siete menos veinticinco. Me daría tiempo a desayunar con tranquilidad en el aeropuerto. Ante el mostrador estaba una pareja muy joven. Apenas veinte él, dieciocho como mucho la chica. Sin equipaje. “¿Han consumido algo del minibar?” Habían consumido dos cocacolas. El muchacho pagó con tarjeta.

            Antes de subir al avión, el alcohol del Ma Chérie empezó a enrarecerse. El acento de Martina, que me había hipnotizado apenas unas horas antes, me resonaba dentro de la cabeza como el eco de un idioma robótico. Me tomé un café doble y vomité. Mi avión salió con cincuenta minutos de retraso.

            Cuando llegué a casa, Elena estaba ya en la cocina. “Mis padres llegan al aeropuerto a las cuatro y media. ¿Irás tú a recogerlos?”. Por supuesto. Las gemelas, con su impavidez simétrica, fingían ayudar a su madre. En el salón estaba el abeto decorado por ellas: luces verdes y figuras de ángeles. “No me ha dado tiempo a compraros ningún regalito”, y las dos dibujaron un gesto que fundía la decepción con la resignación. Nunca han esperado mucho de mí.

    “Tienes mala cara”, me dijo Elena. Sí, la comida exótica siempre me pasa factura.

       “Por cierto, ¿cómo ha ido todo?”. Y le dije que muy bien.


(Incluido en Los abracadabras. Relatos reunidos. Editorial Renacimiento, 2022)

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