lunes, 31 de octubre de 2022
martes, 25 de octubre de 2022
LOS ABRACADABRAS. Relatos reunidos.
Recopilación de mi narrativa breve, con algunos inéditos.
lunes, 24 de octubre de 2022
EL JARDÍN Y LA JUNGLA
(Publicado en prensa)
Lo peor que tiene lo peor es que puede ocurrir. Y ahora estamos en eso, en la posibilidad de que lo peor ocurra en cualquier instante, no ya por la decisión demencial de algún demente en concreto, sino de forma meramente accidental. Nos levantamos, ponemos el televisor o la radio y tememos oír que ya ha sucedido lo peor, pues lo peor ha dejado de ser una conjetura paranoica, una muestra caprichosa de alarmismo, para convertirse en una opción de realidad acorde con los síntomas que presenta nuestra realidad. Lo peor está ahí, pendiente de un hilo.
Y es que la historia
de la humanidad nos avisa de que las grandes catástrofes inducidas no necesitan
grandes detonantes ni grandes pretextos: basta una chispa. (Por ejemplo, no sé,
que a alguien se le ocurra asesinar en Sarajevo a un archiduque de opereta y
que el cadáver del archiduque produzca millones de cadáveres). Lo peor se
conforma, en definitiva, con muy poco. Barajemos opciones posibles: que un
misil defectuosamente programado impacte donde no debe o que un soldado decida
escribir por sí solo la Historia y, en un trance de iluminación épica, decida
cambiar la trayectoria de un dron. Por ejemplo. Las situaciones complejas
admiten la paradoja de ser en el fondo muy simples.
Estamos
viviendo una guerra ajena y lejana que no deja de ser una guerra propia y
próxima: basta con ir al supermercado para apreciar que la leche o el aceite se
han convertido en armas de intimidación, basta con mirar la factura de la luz
para comprender que la energía es un ejército enemigo, basta con seguir las
noticias para hacerse cargo de que la guerra se ha convertido en un arma
psicológica de destrucción masiva.
La humanidad ha sido siempre un ente insensato, una bomba de relojería para sí misma. Progresamos un poco y al poco estallamos, echando por tierra lo conseguido, pues se ve que nuestra mente está programada para estallar. Josep Borrell ha comparado Europa con un jardín rodeado por la jungla, lo que, sin dejar de ser un despropósito diplomático, es una metáfora certera. Y se acuerda uno de aquellas palabras con que Malcolm Lowry cerró su novela Bajo el volcán: “¿Le gusta su jardín? Asegúrese de que sus hijos no lo destruyan”.
Los hijos no creo que tengan
interés en destruir el jardín de sus progenitores, pero cabe la posibilidad de
que sus progenitores les dejen en herencia un jardín destruido. Aparte de eso,
la ocurrencia de Borrell admitiría tal vez una matización que tiene algo de
refutación: si en nuestro mundo globalizado hay un jardín exclusivo rodeado de
jungla, es que el jardín también es parte de la jungla.
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domingo, 9 de octubre de 2022
NOTICIAS MUTANTES
(Publicado en prensa)
Estamos en un momento en que no
podemos saber si una noticia que en apariencia es mala puede acabar resultando
una buena noticia, y al contrario: tampoco podemos saber si una noticia
aparentemente buena puede convertirse en una noticia pésima.
Por
ejemplo: Corea del Norte lanza un misil que sobrevuela territorio japonés y,
como es lógico, lo interpretamos como una noticia preocupante, pero al momento
decidimos transformarla en una noticia tranquilizadora: al menos el misil no
impactó en Japón. Nos conformamos con eso: con que la chaladura belicista se
quede en un amago. Claro que no tardamos en reconvertir esa noticia
tranquilizadora en una noticia preocupante: ¿qué demonios hace Corea del Norte
lanzando misiles que sobrevuelan territorio extranjero? Por lo demás, resulta
difícil saber con precisión si es una noticia buena o mala el que Corea del Sur
y EEUU respondan a ese alarde temerario con otro alarde temerario, lanzando
misiles sin ton ni son, hasta el punto de que uno de ellos ha impactado en las
cercanías de una base militar surcoreana, aunque en ese punto –quién lo diría-
la noticia se hace inmejorable: más vale no imaginar lo que hubiese ocurrido si
ese misil defectuoso llega a impactar por error en suelo norcoreano.
Leemos la noticia de que las tropas ucranianas avanzan sin resistencia por zonas ocupadas por los rusos y, en principio, nos decimos que se trata de una buena noticia, pero al instante caemos en la cuenta de que Rusia tiene en su mano, y en cualquier momento, la posibilidad de detener en seco ese avance en teoría victorioso. (He escrito “Rusia tiene en su mano”, pero sería más exacto haber escrito “Putin tiene en su dedo”, ya que le bastaría con pulsar un botón para destruir no ya Ucrania entera, sino media Europa). Es curioso: cuantas más batallas gane Ucrania, en fin, más cerca estará de perder la guerra, por la sencilla razón de que Rusia se comporta como el gato que juega con el pájaro antes de darle el zarpazo de gracia.
Joe Biden, que se ha revelado como un
hombre de un nivel de prudencia mejorable, avisa a las claras de la posibilidad
de un Armagedón, lo que sin duda es la peor de las noticias, lo que no quita
que nuestro subconsciente la transforme en una conjetura catastrofista y sin
fundamento, más propia de un guionista de películas de ciencia-ficción que del presidente
de una gran potencia.
En contra de
la opinión de Biden, el camarero de una cafetería de mi barrio me confirma hoy
que Putin no va a usar armas nucleares por un motivo secreto que él, no
obstante, conoce: todo el arsenal nuclear ruso está oxidado y ya no sirve sino
para mandarlo al chatarrero. De modo que la alarma lanzada por Biden queda de
inmediato convertida en una noticia estupenda. Y así vamos tirando.
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miércoles, 5 de octubre de 2022
Y LA NAVE VA
En estos tiempos, el hecho de ser
pesimista supone un ejercicio de optimismo, ya que la cosa podría ser peor: caer
en el catastrofismo, y ahí no deberíamos llegar, al menos de momento, porque
catastrofista se debe ser cuando se ha consumado la catástrofe, no antes,
precisamente para no pecar de catastrofista.
Vivimos en un mundo bastante raro: por ejemplo, Putin tiene un sueño imperial y de repente se dispara el precio del aceite de girasol, lo que establece una relación esotérica entre el acto de freír unos calamares y el patriotismo gansteril de un villano de tebeo. Lo que no acaba uno de entender es que, estando como está el precio del aceite, con qué se ha frito el cerebro la mayoría de los italianos para a) abstenerse o b) votar a una candidata que viene a ser un híbrido de Mussolini y de la niña del exorcista en un momento de subidón.
Supongo,
no sé, que la aspiración popular dominante no es otra que la de remediar la presunta
ineficacia de la política con el antídoto experimental de la antipolítica, basada
en la transmisión asilvestrada y elemental del discurso: donde se ponga una
jeremiada, que se quite un análisis; donde sirva un exabrupto, para qué un
razonamiento; donde pueda pintarse un apocalipsis, qué pinta la realidad.
Históricamente,
cuando las cosas van mal aparecen los fantoches con disfraz de salvapatrias.
Pero para ser un fantoche carismático hay que lograr que un porcentaje elevado
de fantoches anodinos alimente la fantasía de que eres el fantoche prometido,
el rey de los fantoches, el mesías de todos ellos. El fantoche alfa. No es
tarea sencilla, aunque algunos lo consiguen, ya sea en Brasil, en EEUU, en
Rusia, en Bielorrusia, en Hungría o incluso en la comunidad de Madrid, por no
dejar a nuestro querido país sin representación.
En
el lado opuesto, estamos los idiotas que identificábamos la civilización con un
progreso continuado, con una consecución de derechos y valores, con una
prevalencia de la razón sobre la barbarie. Nuestro error ha sido pasar por alto
un detalle decisivo: el factor humano. Las ideas se desenvuelven bien en los
ámbitos de la abstracción, pero luego, a la hora de ponerlas en práctica, nos
sale el hombre de las cavernas y ya las ideas pasan a ser pintoresquismos
ociosos, utopías de mentes blandengues y buenistas.
En
estos momentos, todo da la impresión de ir a la deriva, como la nave de los
locos. Y piensa uno, en su pesimismo transformado desesperadamente en
optimismo, que la única manera de evitar un naufragio consistiría tal vez en
encallar, para al menos quedarnos como estábamos.
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