El concepto de “libertad de
expresión” solemos utilizarlo con una despreocupada libertad de expresión,
hasta el punto de equipararlo a veces con el derecho irrenunciable a decir en
público lo primero que se nos pase por la cabeza.
Hemos
establecido la convención de que en una democracia consolidada deben
garantizarse todas las libertades individuales, incluidas las que suponen un
ataque a la libertad colectiva, desde la convicción optimista –y tal vez un
tanto arrogante- de que nuestro sistema resulta invulnerable a cualquier
intento de menoscabo. En España arrastramos un complejo histórico que nos
impide reconocernos como tal democracia consolidada y vernos más bien como una
chapuza postdictatorial, según se ha tomado la molestia de sugerir el
vicepresidente segundo, más complaciente con algún que otro cesarismo
militarista que con el llamado régimen del 78, al que en buena parte debe la posibilidad
de vicepresidirnos.
Un rapero
acaba de ingresar en prisión no tanto por decir unas cuantas tonterías
tremendistas en Twitter y por dedicar una especie de canción denigratoria a la
monarquía como por contar con antecedentes penales por delitos de violencia,
porque casi nadie va a la cárcel por una condena de nueve meses. ¿Merece eso
una pena? ¿Merece eso la pena? Según la ley, sí. Y las leyes las
modifican o las derogan los gobernantes, de modo que, en este particular, suyo es
el poder y la gloria, y no de los manifestantes airados –esos presuntos
antifascistas acogidos a unos métodos de lucha genuinamente fascistas- ni de los compasivos firmantes
de esos manifiestos que sólo sirven para ser manifiestos.
Amnistía
Internacional, por su parte, ha lanzado una campaña que quizá peque de demasiado
simplista: RAPEAR NO ES UN DELITO. Por supuesto que no. Si lo fuese, habría que
desalojar todos los presidios para dar cabida a esos artistas de la rima.
Comprar una catana, por ejemplo, tampoco es un delito, pero hay una diferencia
entre comprar una catana para ponerla como elemento decorativo en el mueble del
salón y comprar una catana para decapitar a los vecinos de tu bloque.
Hace unos días,
otro de estos profesionales del rap combativo, condenado y finalmente absuelto,
se quejaba del mal rato que le había hecho pasar el Estado represor tras publicar
él unos tuits en los que expresaba su deseo de regalar una bomba al rey, su
añoranza de los GRAPO y su recomendación de recurrir al secuestro como
estrategia política. Su lamento lo acompañaba de una advertencia de tono
bíblico: “Cualquiera que ose cuestionar mi inocencia tendrá que enfrentarse a
las consecuencias legales”. Y es que con esto de la libertad de expresión
viene a ocurrir lo mismo que con los escraches: si son en puerta ajena, bien;
si en puerta propia, ya no tanto.
(Convendría
recordar que, en 2017, la actual ministra de Igualdad llevó a los tribunales a
un jubilado que había publicado en una revista irrelevante, sin apenas difusión,
un poemilla pretendidamente satírico, aunque no pasaba de ser una bobada
machista y burda, por el que se sintió ofendida y atacada en su dignidad, por
considerarlo “una intolerable burla sexista”. Fijémonos en el adjetivo: “intolerable”.
El autor del poemilla fue condenado al pago de 70.000 euros a la denunciante,
aunque luego la sentencia fue revocada en una instancia superior. Pero lo
significativo no es eso, sino que una defensora de la libertad de expresión se
acogiese a los beneficios de la llamada “ley mordaza”.)
Por loable que
sea, la defensa del derecho indiscriminado a la libertad de expresión presenta
sus incoherencias potenciales. Por ejemplo, hemos conseguido convencer a
algunos galanes rancios de que piropear a una mujer por la calle implica como
poco un acoso, pero si le decimos a ritmo de rap a un transeúnte que es un
ladrón y que vamos a matar a su familia, parece ser que estamos en el
territorio sagrado de la libertad de expresión. El símil resulta chusco, pero
es que el asunto tiene su cuota chusca.
Al fin y al
cabo, lo que se debate no es tanto el derecho a la libertad de expresión como
el derecho a soltar impunemente todas las barbaridades que se nos ocurran en un
momento de fogosidad del ánimo, así invadan el territorio de la injuria y de la
calumnia. Muchos opinan que es un lujo democrático que podemos permitirnos. Es
posible. Pero sin olvidar que la barbarie, en alianza con la idiotez y con un
temperamento con indicios psicóticos, puede ser una peligrosa variante de la
libertad.
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Muy lúcido y equilibrado.
ResponderEliminarComo de costumbre, Felipe, gran artículo.
ResponderEliminarSublime como siempre
ResponderEliminarMagnífico. Una reflexión argumentada en hechos históricos y en el sentido común
ResponderEliminarLa libertad de expresión circulando por una vía de sentido único. Muy buen artículo.
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