(Publicado en prensa)
En esa pesadilla que viene a ser
la novela 1984, de George Orwell, hay
un filólogo que trabaja en la creación de una nueva lengua y en la
simplificación y modificación del diccionario tradicional mediante la
eliminación de palabras consideradas inútiles, con especial saña hacia los
sinónimos y antónimos, que en esa nueva lengua van siendo sustituidos por prefijos
y sufijos que indican la negación o el aumento de una cualidad. Mediante ese
sistema, se eliminaban los sinónimos y los antónimos, pero, como efecto
secundario, se multiplicaban los neologismos. A ese filólogo debemos la
siguiente apreciación: “La destrucción de palabras es algo muy hermoso”.
En
nuestros días, no necesitamos funcionarios dedicados a esas tareas, ya que el
lenguaje no sólo admite la transformación, al ser fruto de ella, sino también
la degeneración y la manipulación, y por supuesto la simplificación, hasta el
punto de que, según quienes se dedican a ese tipo de análisis, los adolescentes
de hoy manejan habitualmente unas 200 palabras, que desde luego son muchas para
soltarlas de golpe, pero quizá pocas como acervo.
Mucho
se ha elogiado la capacidad visionaria contenida en esa distopía de Orwell,
que, más que un visionario, se limitó a ser un hombre lúcido. Un experto,
digamos, en el arte de verlas venir.
En
su novela, ideó la existencia de un Ministerio de la Verdad, cuya labor
consistía en destruir o modificar la documentación de los anteriores regímenes
para que se ajustase a la versión oficial de la historia impuesta por el nuevo
Estado omnividente. Algo que puede sonarnos familiar en estos tiempos en que
algunos pueblos se afanan en reescribir su pasado, como una especie de lavado
de la conciencia colectiva, de igual modo que hace el cínico con su conciencia
particular, y en reinterpretarlo en beneficio de las estrategias políticas del
presente, sobre todo si lo que se busca en las brumas pretéritas es una
identidad diferencial; se proponen relecturas condenatorias de obras literarias
conforme a criterios morales o se censuran obras artísticas no por su valía,
sino por la adivinación de su presunta carga ideológica, hasta el punto de que
hay quienes reclaman el descuelgue de imágenes de desnudos femeninos en los
museos, con el argumento de la cosificación de la mujer, por no hablar de la
política de puritanismo que aplica el tan orwelliano Facebook, donde pueden
decirse atrocidades escalofriantes, pero donde está prohibido exhibir un cuerpo
no ya sin ropa, sino incluso con poca ropa.
Tiempos
raros, en fin. Tiempos confusos.
La
paradoja de las civilizaciones avanzadas es que potencian la involución, como
si el pensamiento se nos pasara de rosca y buscase pretextos para destruir lo
construido. Y en eso casi nunca fallamos. Casi nunca.
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