(Publicado ayer en la prensa)
Si alguien te asegura que
mantiene contacto asiduo con unos extraterrestres, que ha hecho viajes
interplanetarios con ellos en una nave luminosa y que le consta de primera mano
que vienen a la Tierra
en son de paz, con la amable intención de hacernos partícipes de sus avances
tecnológicos y científicos, puedes creértelo o no, o bien situarte calladamente
en la duda, que en principio parece ser la actitud más razonable. Si alguien te
comenta que se le presentó la
Virgen en la copa de árbol, derramando lágrimas de sangre por
la deriva libertina de nuestro mundo, lo mismo. Si alguien proclama que su
tierra nativa emite unos efluvios diferenciales, una fuerza cósmica exclusiva
que lleva a sus habitantes a sentir una exaltación patriótica sin parangón, y
que tanto ese efluvio como esa fuerza dejan de ser operativos si alguien nace un
solo centímetro más allá de la linde con la región vecina, pues igual: le dices
que estupendo. Que enhorabuena.
La
vida puede ser muy extraña, menos por sí misma que porque somos seres extraños.
Basta con que nos señalen al enemigo de nuestras ilusiones para que prenda en
nosotros un sentimiento de agravio, un heroísmo colectivo que nos redima de
nuestra carencia de heroísmo individual: tomados de uno en uno, somos actores
secundarios; en grupo, nos sentimos –paradójicamente- protagonistas. Basta con
un discurso que racionalice lo irracional y que dote de sentido concreto al
sinsentido abstracto de un ensueño irreal y ahistórico: la pertenencia a un linaje
común que se pierde en la bruma de los tiempos. Tu supraidentidad.
Ahí toman
sentido primordial las banderas, que, de ondear decorativamente en las
instituciones, pasan a ser credenciales de legitimidad frente a la bandera
ilegítima del adversario. Ahí toman un sentido catártico los himnos, esas
composiciones de mensaje generalmente abstruso y anacrónico que insuflan sin
embargo una expectativa vibrante de futuro. Estos experimentos que lleva a cabo
la oligarquía política con la realidad y con la gente nunca se sabe del todo cómo
acaban, en el caso de que acaben, pero eso parece ser lo de menos: el
experimento es ya por sí mismo un resultado.
Los
movimientos nacionalistas tienen mucho que ver con los mecanismos emocionales
de una hinchada futbolística: gracias a un sentir tan primario como binario, tu
corazón, tu esperanza y tu orgullo están donde tienen que estar: insobornablemente
con los tuyos; es decir, con esos otros extraños que te rodean en la grada y
con los que compartes, tras pasar por taquilla, una efusión de apariencia
unánime. Mientras que los que corren por el césped y quienes ocupan el palco
presidencial hacen caja a costa de tu corazón, de tu esperanza y de tu orgullo.
Historia resumida, en suma, de la humanidad.
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No se puede decir mejor.
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