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Los libros pueden ser el reino natural de la fantasía, aunque su propósito último tal vez consista en convertirse en una interpretación de la realidad, así se apoyen en ensueños y en quimerismos, en patrañas y en leyendas, cuando no en puros disparates.
Collin
de Plancy publicó en 1826 su Diccionario
infernal, un recuento de seres diabólicos, prodigiosos, sorprendentes,
venerables o sobrenaturales, según el caso. Una especie de Gotha de los
inframundos. Una suerte de vademécum de anomalías celestiales, infernales y
terrestres.
El
autor puso al frente de su catálogo de portentos la siguiente apreciación de
Plutarco: “El hombre supersticioso teme la tierra y el mar, el aire y el cielo,
las tinieblas y la luz, el silencio y el ruido. Tiene miedo incluso de sus
sueños”.
En
una tarde ociosa, abre uno ese compendio de sobrenaturalezas y se deja llevar:
“Cavadrio: pájaro inmundo, según el
Deuteronomio. Nosotros no tenemos conocimiento de él, pero los rabinos aseguran
que se trata de un ave maravillosa cuya mirada curaba la tiricia. Para ello,
era necesario que el enfermo y el pájaro se mirasen fijamente, porque, en caso
de apartar Cavadrio sus ojos, el enfermo moriría en el acto”. Y cambiamos de
tercio: “Belaam: demonio de quien
sólo se sabe que el 8 de diciembre de 1632 entró en el cuerpo de la hermana
Juana de los Ángeles, religiosa de Lodoun”. (Escaso currículo para un demonio,
en fin: una sola posesión.)
Poco después
nos encontramos con la biografía de Belfegor, demonio de los descubrimientos y
de las invenciones ingeniosas, aunque algunos rabinos lo consideran el demonio
del pedo. Behemoth, por su parte, sería un demonio pesado y estúpido, glotón y
lujurioso, que desempeñaría en el infierno el cargo de sumiller, en tanto que
el bello Belial, aparte de ser uno de los más altos jerarcas infernales,
ostentaría el rango de demonio de la sodomía, lo que no fue obstáculo para que
Salomón lo pusiera cautivo dentro de una botella junto a todas sus legiones,
compuestas por 522.200 diablos, de modo que pueden ustedes imaginarse el tamaño
de la botella, aunque en asuntos de magia las cosas suceden al margen de las
proporciones lógicas.
No
faltan en el diccionario de Collin de Plancy las vidas ejemplares, como
antídoto contra tanta diablura. La de san Salvio, obispo de Albi, pongamos por
caso, que, tras padecer unas descompasadas calenturas y ser dado por muerto,
sanó milagrosamente, extremo que le entristeció: “¡Ay, Señor! ¿Por qué me
habéis devuelto a este lugar tenebroso?” Tampoco escasean los poseedores de
habilidades utilísimas, como por ejemplo el cirujano y alquimista medieval
Leonardo Fioravanti, que se jactaba de pegar las narices mutiladas.
También hay
lugar para el relato de competiciones pintorescas, como la que sostuvo la bruja
Dominguina Maletuna con una rival: el reto de saltar desde lo alto de una
montaña de los Pirineos y salir con vida de la prueba. (No hace falta decir que
Dominguina resultó vencedora.)
Quimeras y
quimeras y quimeras. Pasatiempos sombríos de la imaginación. Supersticiones
miedosas. Cuentos para dormir con un ojo abierto y el otro cerrado, mientras la
luna espectraliza la tiniebla, y el subconsciente aúlla, y la razón se da por
vencida. O algo así.
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¡Qué sorpresa tan agradable de leer! Este compendio recuerda un poco a los bestiarios, género que por desgracia ya casi no se cultiva. Hace poco compré, precisamente, la "Trilogía mágica" de Juan Perucho, uno de los autores españoles que más afición le tuvo a lo sobrenatural. Entre los escritores sudamericanos, más inclinados a lo fantástico, hay también buenos ejemplos de estos catálogos.
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