(Publicado en prensa el 28-11-2015)
La titular del Ministerio de Empleo
y Seguridad Social incorporó un componente esotérico a la política cuando
delegó en la Virgen
del Rocío la responsabilidad de sacarnos de la crisis.
Hace un par de
años, y lejos de cualquier esoterismo, su Ministerio adoptó una medida curiosa:
si un jubilado ingresa más de 9.000 euros al año en concepto de honorarios por
conferencias, por cesión de derechos de autor o por impartir un curso, debe
darse de alta como autónomo y renunciar a su pensión, cabe suponer que como un
correctivo contra el pecado de codicia.
Así las cosas,
los agravios se disparan. En principio, la ley en cuestión parece penalizar la
vejez de nuestros profesores y creadores, conminados al disfrute del ocio
pasivo, como si fueran budistas. Si usted tiene 66 años y 66 inmuebles en
alquiler, puede cobrar las rentas y su pensión. Si usted tiene 80 años y 80
millones de euros en acciones, puede cobrar los beneficios que le generen sin
renunciar al cobro de su pensión. Ahora bien, si usted tiene más de 65 años y
decide publicar sus memorias o una novela de espías, o bien dar unas cuantas
conferencias, ya sabe: o lo hace gratis o, de lo contrario, va a salirle
bastante caro.
A
veces recurrimos a teorías un tanto conspiranoicas con respecto a la aversión
de los políticos a la cultura como concepto genérico. No creo que sea para
tanto: sencillamente, la cultura es algo que les interesa muy poco, en parte
porque saben que a la mayoría de la gente le interesa menos aún que a ellos. Con
todo y con eso, esta ley parece tener un componente de castigo no ya fiscal,
sino más bien ideológico, aunque les confieso que prefiero creer que viene
inspirada por una mera medida de ahorro presupuestario, así se trate del
chocolate del loro.
La
ocurrencia ministerial tiene por supuesto su lógica: si alguien ejerce una
actividad económica, se le considera un trabajador en activo, lo que generaría
una contradicción flagrante con la condición simultánea de pensionista. Hasta
ahí de acuerdo. Ahora bien, habría que tener en cuenta al menos un par de
factores: los libros pasan a ser de titularidad pública a partir de los 70 años
de la muerte de su autor, circunstancia que no afecta a ninguna otra propiedad,
ya sea un cortijo o un yate, bienes que pueden transmitirse de heredero en
heredero por los siglos de los siglos. Por otra parte, los libros de un autor
son una materia legalmente desamparada, vista la desidia y la inoperancia de
los mecanismos de control gubernamental sobre la piratería. Con arreglo a estas
dos circunstancias, la ley en vigor adquiere un matiz injustamente penalizador,
por no hablar de la insignificancia que su aplicación representa a nivel de presupuestos
generales del Estado, al incidir sobre un gremio mayormente de menesterosos.
En
cualquier caso, siempre nos quedará la opción de encomendarnos, en cuanto
arregle la crisis, a la Virgen
del Rocío.
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