Hoy hablaremos, si les parece bien, de los relojes, esas maquinitas que fingen controlar el tiempo -con lo que es el tiempo- mediante el procedimiento rudimentario de hacer girar unas manillas a intervalos regulares.
El mecanismo de un reloj parte de un principio tan artificioso como optimista: medir el tiempo, cuando todos sabemos que hay horas que duran siglos y minutos que parecen durar horas, y viceversa. Las horas de hospital, por ejemplo, son largas como una vida, como largas son las horas del preso o las del expectante en general. Las horas dichosas, en cambio, son siempre un visto y no visto, y en la memoria aparecen como un relámpago.
Una medida convencional y mecánica del tiempo no acaba correspondiéndose, en fin, con la duración real del tiempo, entre otras cosas porque el tiempo es una abstracción que sucede dentro de nuestra cabeza imprevisible, no en el reloj que llevamos en la muñeca. Como decía un anciano sabio y asediado por los achaques: “Los años se pasan volando y los días parece que no se acaban nunca”.
Hay relojes de muchos tipos, y el progreso va volviéndolos más complejos y más multifuncionales, hasta el punto de que necesitan un manual de instrucciones, lo que no deja de ser una circunstancia insólita para un reloj. Recuerda uno que, de niño, cuando salieron al mercado los relojes digitales, todos nos sentíamos astronautas, exploradores del espacio suprasideral, y nos maravillaba esa pantalla líquida en que se estampaban unos números parpadeantes. A partir de ese momento, comprendimos que la tecnología terrícola estaba ya en condiciones idóneas para afrontar con éxito un ataque marciano.
Los relojes que atrasan son relojes meditabundos que piensan demasiado en el tiempo, y por eso se quedan rezagados, como aquellos alumnos torpones que siempre llegaban los últimos en las carreras que se organizaban en el patio del colegio para hacernos saborear la gloria de los atletas olímpicos y evitar que nos convirtiésemos en intelectuales enfermizos y proclives a padecer la melancolía que otorga el saber. Los relojes que adelantan, en cambio, son como los listillos de la clase, ansiosos por llegar cuanto antes al futuro, como si el futuro fuese algo que mereciese la pena.
Los relojes de arena los describió muy bien Ramón Gómez de la Serna: son como copas de desierto. Los relojes de sol, por su parte, se mueren todas las noches, y son moribundos en los días nublados, lo que limita bastante su utilidad.
Un reloj parado tiene algo de cataclismo, porque da la impresión de que se nos ha averiado el tiempo y estamos inmersos en una intemporalidad muy similar a la nada misma.
Los relojes modernos no necesitan que se les dé cuerda, y es una lástima, porque antes, cuando dábamos cuerda a un reloj, nos sentíamos dueños del tiempo, señores de su fluir, operarios de una industria metafísica dedicada a la manufacturación de lo perecedero. Con su eterno tictac.