En una casa hay objetos visibles que resultan invisibles, en el caso de que todos los objetos domésticos no acaben siendo invisibles para sus ocupantes, pues la mirada se acostumbra muy pronto a no ver lo que ve con demasiada frecuencia, y es posible que incluso los inquilinos del infierno dejen de prestar atención a las llamas que los devoran cuando llevan ya media eternidad –más o menos- siendo devorados por tales llamas a causa de sus muchos pecados de pensamiento, de obra o de omisión.
Entre los utensilios domésticos que con más rapidez alcanzan la invisibilidad se cuentan sin duda las manillas de las puertas, por muy ostentosas y de traza rococó que tales manillas sean, de lo que se desprende que un gasto excesivo en manillas no deja de implicar un despilfarro, a menos que pretendamos auspiciar la admiración de las visitas.
Ahora bien, a pesar de acabar siendo invisibles, las manillas son uno de los elementos que más veces tocamos a lo largo de una jornada, circunstancia que les concede un papel relevante entre los artefactos caseros.
Por regla general, acertamos a girar la manilla sin necesidad de mirarla, ya que nuestra mano conserva una memoria espacial muy precisa con respecto a ellas. Aun así, hay ocasiones en que nuestra mano gira en el vacío, sobre todo cuando estamos recién levantados y aún tenemos el alma un poco perdida por los laberintos de la soñera, ya que una persona recién salida de la cama siempre tiene algo de ente resucitado. Nuestra mano afantasmada intenta palpar una manilla fantasmal, pero no da con la manilla, y entonces se crea en nuestra conciencia una descoordinación que nos aterra un poco, pues nuestro subconsciente da por hecho que la manilla en cuestión ha desaparecido mediante artes mágicas, que es cosa del gusto de muy poca gente, por ese resorte racional que guía nuestras acciones, sobre todos las más insignificantes y mecánicas. En vez de la manilla, según iba diciendo, la mano toca la nada, y la mano se estremece. Es en ese preciso instante cuando la manilla invisible se vuelve visible, ya que nuestros ojos la buscan con desesperación y con urgencia para cerciorarse de que la manilla no se ha volatizado. Y allí está la manilla, como es lógico, y nuestra mano corrige su error, y la puerta se abre.
Hemos abierto puertas con miedo, con ilusión, con recato, con timidez, con pánico, con cansancio, con incertidumbre, con expectación, con sigilo, con brusquedad, con la respiración contenida… Hay maneras casi infinitas de abrir una puerta, a pesar de que una puerta sólo puede abrirse de una manera.
En las tiendas especializadas, el muestrario de manillas tiene algo de composición surreal: una aglomeración de utensilios que no abren nada, o que a lo sumo podrían abrir la puerta que da al reino inconsecuente de la pesadilla.
…Pero les ruego que me disculpen por hoy: acaban de llamar a la puerta, lo que significa que tengo que girar –sin verla- la manilla del portón. Hasta la próxima.
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Me admira su habilidad para sacarle partido literario y poético a cualquier cosa.
ResponderEliminarGracias y enhorabuena.
¿Esto también les sucede a las mujeres con cierto acto repetitivo que consuela a hombres fáciles de conformar?
ResponderEliminar(Buena pregunta de Anónimo, a fe mía y vive Dios).
ResponderEliminarDisculpa que me cuele por aquí, soy Unai Velasco (Barcelona, 1986), poeta y coeditor de la web de cultura www.mamajuanadigital.com que reúne a las nuevas voces españolas nacidas en los 80 y 90. Acabamos de salir con un dossier sobre la poesía de Pombo, que quizá te interese, además de textos sobre la obra de Dora García en la última Bienal o relatos inéditos de escritores Granta. Un abrazo y deseo que te guste nuestra propuesta.
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