En la revista PAISAJES, esa que distribuyen en los trenes, salió, en el número de abril, un reportaje mío. El planteamiento que me proponian resultaba bastante absurdo: el río Tinto, las marismas del Guadalquivir, Cádiz y Huelva... Todo mezclado. Como si a alguien le proponen un reportaje conjunto, no sé, sobre Albacete y Vigo, poco más o menos.
Dije que no, porque esos encargos acaban dando más jaleo de la cuenta, y además ando en otras cosas. Me insistieron y, al final, lo hice, conjugando como mejor supe, que no fue mucho.
Mi estupor viene ahora, cuando lo leo publicado: algún espabilado, o espabilada, ha metido mano en mis textos, trastornando frases, añadiendo o suprimiendo comas y permitiéndose incluso el adorno estilístico de algunos errores gramaticales graves.
Y ahí queda uno, en fin, como firmante y responsable de los errores de un botarate anónimo.
Y es que los denominados "correctores de estilo" -generalmente becarios con la ESO aprobada por los pelos- suelen tener más peligro que un mono con una navaja. Si les pierdes el control en algún proceso de la edición de un texto, cruza los dedos.
Me acuerdo de un corrector de estilo que se empeñó en cambiarme la palabra "azotea" por "terrado", porque él era catalán; de un corrector argentino que me proponía cambiar "coger" por "prender" (porque, allá, el hecho inocente de "coger conchas en la playa" tira a porno), aunque la novela no iba a publicarse en su país, sino en el mío, y de una iluminada correctora que en una novela me cambió "sisar" por "sisear" sin consultármelo siquiera -porque en esos casos el autor es lo de menos- y sin consultar el diccionario... Y por supuesto luego vino el maestrillo Senabre a señalar mi escandalosa confusión.
Bastante tiene uno con los errores propios como para cargar encima con los ajenos aplicados a lo propio.
(Quede esto, en fin, como desahogo privado, impropio de ser publicitado, porque hasta vergüenza da. Pero...)
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