Con lo que nos gusta a los humanos dar nombre a las cosas, aunque separe a una cosa de otra cosa apenas un leve matiz de naturaleza o de utilidad, resulta raro que no exista la palabra “burbubotella”, pongamos por caso, para designar los ya mencionados refrescos con burbujas, o que no exista el término “whiskytella” para designar lo que ustedes se imaginan. Pero se ve que la botella está muy implantada como concepto único, invulnerable a la terminología antigeneralista.
A pesar de que toda botella es por antonomasia una botella, existen miles de tipos de botella: desde las que representan la sevillana Torre del Oro hasta las que reproducen la efigie de un torero o de una manola, pasando por las que tienen forma de ente surrealista o de luna humanizada con un rostro.
Casi todas las botellas son productos de valía artística –salvo tal vez las que pretenden serlo, que suelen acabar en bodrios-, pues están concebidas con arreglo a armonías muy estimables. Aun así, las botellas son objetos que tiramos sin reparo alguno a la basura o, en el mejor de los casos, al contenedor de vidrio. Si me permiten ustedes la temeridad del juicio, estoy convencido de que todos tenemos en casa algún jarrón que es mucho más feo que las botellas que desechamos a diario, lo que no es obstáculo para que tiremos una botella de formas armoniosas y conservemos en cambio un jarrón que es un verdadero mamarracho. Nunca comprenderá uno, en fin, el privilegio doméstico del que gozan los jarrones feos. Un privilegio que los libra de las fatigas propias del reciclado, aunque bien es verdad que los jarrones espantosos –fruto por lo general de regalos demasiado optimistas- acaban vegetando durante décadas en las mazmorras penumbrosas de los altillos del armario, del sótano o de la cochera.
Aparte del mal destino que les reservan las costumbres humanas, las botellas padecen ultrajes en el habla coloquial: nos referimos con desdén a un “cuello de botella” para designar obstáculos y estancamientos en cualquier tipo de situación. Decimos “Fulano le da a la botella”, como si a Fulano le embriagase el contacto con la botella en sí y no la ingesta abusiva de su contenido. A José Bonaparte, rey francés de España por la gracia de Dios y de su hermano, nuestros antepasados le apodaron Pepe Botella, en referencia a su supuesto alcoholismo, que ni siquiera de lejos era tal, según parece. Y así sucesivamente.
Por lo demás, en toda botadura de barco que se precie se estrella contra el casco una botella, aunque sus tripulantes darían cualquier cosa por una botella intacta en el caso de que el barco en cuestión naufragase y fuesen todos a parar a una isla desierta, porque el mundo es así de raro y de contradictorio.
Buena reflexión sobre las botellas y toda su personalidad y vida.
ResponderEliminarUn saludo
Los jarrones feos tienen su némesis, hipócritamente criticada por los adultos, en los niños trasto con balones de estreno. La presencia de estos equilibra el número de aquellos, que se convertirían en plaga eterna si los niños no cumplieran su papel en ese drama de tintes ecológicos, comparable al de los cocodrilos dentelleando a los ñus que cruzan el Orinoco.
ResponderEliminarO algo.
La botella viene de lejos con nosotros. Un amigo -obstinado arqueólogo del recuerdo- busca y encuentra botellas de antaño allá donde queda una casa en ruinas, un cortijo abandonado o una aldea despoblada por el olvido. y os aseguro -te aseguro, Felipe- que, cuando me enseña su colección, me doy cuenta de que las botellas dicen mucho de las personas que las consumieron. Un saludo poético.
ResponderEliminarSubrayo tu ultima contradiccion tan cierta como inexplicable.
ResponderEliminarTambien me agrada el subrayado de microalgo sobre el papel de los tiernos niños a la hora de establecer un equilibrio estetico en el mundo
Un abrazo
Holla Felipe,
ResponderEliminarGostaria de convidar você e seus leitores para as comemorações do segundo aniversário do blog Jazz + Bossa + Baratos Outros:
www.ericocordeiro.blogspot.com
Un fuerte abrazo, diretamente de Brasil.
Saludos!