LA VIDA, que es un magma, acepta la simetría de los azares como una excepcionalidad: nos maravilla que la realidad establezca paralelismos inesperados, tramas perfectas de casualidades.
En 1660 se publicó en Bruselas, en tres volúmenes, una recopilación de obras de Francisco de Quevedo. Trescientos veinte años más tarde, encontré esos tres volúmenes en Cádiz, en el establecimiento de un medio anticuario y medio chamarilero que iba siempre tocado con una gorra marinera y que era hombre de mirada escurridiza, tal vez porque una persona dedicada a negociar con objetos de precio oscilante acaba siendo por fuerza escurridiza. En el escaparate de su negocio convivían novelas del Oeste y monedas de plata, juguetes de latón y escapularios, cornucopias doradas y anteojos, cromos deportivos y candelabros pomposos. Le pedí precio por los tres volúmenes de Quevedo, con la esperanza de una bicoca. “Cuarenta mil pesetas”, me dijo.
Hoy suena a calderilla, pero, en 1980, para un estudiante de veinte años, representaba una fortuna de maharajá. Ni siquiera atracando tres o cuatro farmacias en una misma noche podría reunir ese dinero. Allí se quedaron, en fin, los tres volúmenes. Cada vez que pasaba por la tienda, me asomaba para comprobar si seguían allí, porque de algún modo me consideraba el propietario moral de aquellos libros. Hasta que un día desaparecieron, y aquellos tres volúmenes pasaron a formar parte de mi catálogo de ilusiones decapitadas, de mi vertedero de sueños imposibles. Durante años, me he acordado melancólicamente de ellos, con cierta rabia, con cierta sensación de expolio, con una punzada de frustración. ¿Quién compró mis libros de Quevedo?
Hace unos días, cené en Bruselas con un diplomático. Hablamos de Cádiz, ciudad que frecuentó en su juventud. De repente, me dijo: “Una vez, encontré en un anticuario los tres tomos de las obras de Quevedo que se publicaron aquí en 1660”. No sé si salté de la silla. “¿Los compraste?” Pero no: él, que era entonces un recién licenciado, ganaba nueve mil pesetas al mes, de modo que las cuarenta mil que le pidió el anticuario le supondrían cuatro meses y medio de ayuno total, sin gastar literalmente ni una peseta, en plan asceta del desierto. Cada vez que iba a Cádiz, se pasaba por la tienda para comprobar si los libros seguían allí, como hacía yo. Aún hoy, al igual que yo, veintiséis años después, sigue acordándose con melancolía de aquellos libros, perdidos para siempre en el limbo de lo inalcanzable. No sé si la anécdota hubiese sido más perfecta en el caso de que él hubiera podido comprarlos. Creo que no. Así compartimos una pequeña ilusión incumplida, una insignificante frustración que nos rondará siempre por la memoria: “Aquellos tres tomos de Quevedo…”
Al fin y al cabo, si alguno de los dos fuese propietario de esos tres tomos, estaría obligado a regalárselos al otro, o al menos a prestárselos durante un tiempo, en una especie de régimen de multipropiedad de una quimera antigua. Mejor así, ya digo: ambos somos propietarios de una misma ilusión desengañada, y aquellos tres tomos pueden seguir siendo objetos abstractos, un espejismo de nuestra juventud, un símbolo de la humildad de nuestras aspiraciones cotidianas, porque la vida, al igual que los grandes mosaicos, está hecha de muy pequeñas cosas.
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Qué historia más bonita y emocionante.
ResponderEliminar¡Odio la muerte!... Quevedo tendría que haber sido inmortal.
Me imagino lo que estaría escribiendo hoy sobre políticos, cortesanos, obispos y folclóricas...
Un abrazo.
Licurgo dijo:
ResponderEliminarHe tenido la tentación de inventarme un personaje, el personaje que hubiera comprado aquellos tomos, y traer aquí las albricias de un final feliz.Pero no. Confiemos en que llegue a este blog el verdadero usurpador legítimo de tus ilusiones.
Estaría bien que apareciera el comprador de aquellos libros, sí.
ResponderEliminarA ver...