Las hay de todo tipo: lujosas y polvorientas, caóticas y ordenadas, esplendorosas y tristes. Todas, sin embargo, tienen algo en común: un aura de anacronismo, de almacén de objetos caducos, de depósito de pecios.
Las librerías de viejo son el derrumbadero de los presentes sucesivos, de las notoriedades volanderas y de los prestigios inmarchitables, de los grandes éxitos que acaban en grandes olvidos y de los fracasos que el paso del tiempo transforma en inmortalidad.
Te encuentras en ellas libros que no valen nada, mareados por el uso, desportillados, con pátina de mugre, y libros encuadernados en piel, con lujo de tejuelos, cantoneras y filigranas de oro en el canto. A veces, hay libros muy bien vestidos, pero desnudos por dentro: tratados caducos, encendidos sermones de devoción, poemas muertos en el fluir del tiempo… Otras veces hay libros de apariencia humilde que esconden un tesoro.
El ojeo de las librerías de viejo requiere su tiempo, porque se trata de una búsqueda, de una búsqueda abstracta: no suele uno acudir a ellas para buscar un título concreto, sino para ver qué sale. Para curiosear. A la espera de lo inesperado.
Los libros son objetos errantes que pasan de mano en mano, y su deriva es imprevisible. La gran biblioteca de un erudito, reunida a lo largo de toda una vida de ansias y desvelos y gestiones, puede acabar repartida, por el azar de los intereses de sus herederos, en los tenderetes de un mercadillo, entre revistas más o menos porno y novelas del Lejano Oeste, entre restos de cuberterías y radios averiadas.
Los libros se compran, se venden y se revenden, y se vuelven a revender, y se vuelven a comprar, y se leen, y se olvidan, y se releen, porque tienen una vida larga, a pesar de ser tan frágiles: unos utensilios de papel –generalmente de poca calidad- que sobreviven a las humedades y a la carcoma, a la polilla y al manoseo.
Entra uno en una librería de viejo y suele salir desengañado: lo bueno está caro, y además es escaso, y lo barato es malo, de modo que también sale caro, al no valer ni lo que pesa. Pero eso forma parte de la trama: la búsqueda de cualquier cosa tiene el precio de la decepción, a menos que comprendamos que la emoción de la búsqueda está en la búsqueda misma, no en el hallazgo. Como en la vida.
Los bibliófilos son aficionados a contar batallas victoriosas: aquel que encontró en una librería un lote de libros dedicados a Fulano, aquel otro que compró por tres pesetas una primera edición de Mengano, aquel que compró al peso un lote de libros entre los que resultó haber una primera edición de… Y así. Las epopeyas. Nadie cuenta las horas de tedio, las horas y horas de búsqueda inútil, las horas y horas mirando estanterías para salir con lo mismo que entró, aunque con las manos sucias y con ganas de ducharse, porque hay librerías que parecen vertederos. El bibliófilo sólo cuenta las horas dichosas, y hace bien, porque todo explorador está obligado a ser optimista.
Pasas por una calle de cualquier ciudad y ves de pronto una portezuela, un pequeño escaparate con unos cuantos libros. Y entras. “Buenas tardes. ¿Puedo ayudarle en algo?”, te pregunta el librero. Pero no, no puede ayudarte, porque tus ilusiones son privadas y difíciles: encontrar aquello que no buscas.
Muy bueno (aunque la foto, un poco insulsa, no está a la altura del texto; seguro que en Google Images encuentra una mejor).
ResponderEliminarSupongo que el paraíso no está en Moyano ni en Recoletos, pero a veces se le parece bastante. De cosas buenas y caras no tengo ni idea porque ni las miro, pero en las baratas a veces encuentra uno alguna cosa; por ejemplo, el domingo pasado, en el Rastro, me compré la biografía de Quevedo escrita por Gómez de la Serna (Colección Austral, 2 euros). No me está gustando tanto como otras de sus biografías (la de Valle-Inclán, por ejemplo), pero lo que disfruté al abrir el libro y empezar a leerlo, esa emoción de quien se espera lo mejor... eso no tiene precio.
Lo tendré que dejar airéandose unos días en la terraza, porque me temo que no soy lo suficientemente bibliófilo para que me guste el olor a moho que desprende.
Para mí lo peor de las librerías de viejo (o "de lance", bonita expresión) son los libreros. Me caen mal todos. No sé, no habré tenido suerte.
Un verdadero placer venir a leer esta página a diario (la tengo enlazada). Espero que dure mucho tiempo este lujo.
Un saludo.
Es cierto, la manía, con Trapiello, de buscar en las librerías de viejo o de lance son verdaderos episodios de arqueología. En una ocasión pensé que nunca estuve más cerca de la arqueología del saber de Foucault que cuando encontré uno de esos libros desportillados y vencidos por la carcoma. Sin embargo, lo guardo en mi biblioteca como el que tiene un trofeo...Salud.
ResponderEliminarAdemás, si vas buscando algo en concreto y cometes el error de decírselo al librero, en ese momento multiplicas por cinco su precio. En la mayoría de los casos, la sola búsqueda es el premio.
ResponderEliminarMe curé bastante de bibliofilia hace tiempo, aunque me quedan resortes. Con el tabaco ya tiene uno bastante esclavitud.
ResponderEliminarMi ilusion cuando entro en una libreria de viejo, es que salte de la estanteria y llegue a mis manos algo maravilloso que ni se me habia ocurrido buscar, pero como eso no suele ocurrir,voy a olisquear libros, con moho y todo, no me importa.Voy por si acaso y si no..siempre hay un folleto de H del Arte que no tengo y disfruto un rato acariciando papel viejo.Me ha encantado el articulo de FBR
ResponderEliminar