Chesterton decía algo así como que lo de veras milagroso de los milagros es que puedan suceder. Lo curioso es que identificamos los milagros con lo excepcional, cuando lo cierto es que lo más nimio de cuanto ocurre a nuestro alrededor resulta, a poco que nos fijemos, un milagro en toda regla.
Es milagroso, por ejemplo, que los periódicos salgan todos los días, que, a primera hora de la mañana, ya estén en los kioscos, con su batiburrillo de noticias importantes y triviales, con cada palabra en su sitio, con cada foto en su lugar, con sus chistes.
Es milagroso que el ordenador se encienda, que sus microchips no se hayan muerto de aburrimiento o que no hayan enloquecido durante la noche, que reconstruyan en sólo unos segundos toda la información que guardamos en su laberinto de conexiones, sin equivocarse, sin trabucar las letras, sin olvidarse de nada, con la memoria intacta.
Es milagroso que, en sólo unas horas, las plantas de nuestras macetas se pongan esplendorosas, que la savia haya trabajado a marchas forzadas para ofrecernos ese regalo de frondosidad, ese espejismo verde de primavera rebosante.
Es milagroso que suene el teléfono y que compruebes que los amigos a los que no ves desde hace siglos sigan siendo tan amigos como siempre, que la amistad viaje a través de unos hilos, que la voz transmita el afecto que se guarda en el corazón.
Es milagroso que el pan salga candente cada mañana del horno y que el panadero no tenga ojeras ni palidez de noctámbulo, sino que despache diligente las vienas y fabiolas, los chuscos y las magdalenas. Es milagroso que el pescado llegue cada mañana fresco a los mercados, con su aspecto de cadáveres de plata, como tesoros robados al mar, que es un tesoro inagotable, una inmensa y líquida caja de sorpresas.
Resulta milagroso que, nada más despertarnos y abrir los ojos, recuperemos en un instante toda nuestra vida, la totalidad confusa de nuestro pasado, nuestra conciencia, nuestras quimeras y nuestras decepciones, nuestro dolor de alma y la esperanza irrenunciable de la alegría.
Resulta milagroso que pongamos la cafetera sin pensar que estamos poniendo la cafetera, en un gesto automático asociado al despertar.
Es milagroso que, de repente, la solitaria y silenciosa ciudad nocturna recobre su bullicio, su ajetreo, su banda sonora, y que la realidad reinicie su metódica rutina, igual que un mecanismo perfecto y espontáneo.
Es milagroso que alguien, en una habitación cerrada, ponga el punto final a un libro que habla del universo, que alguien dé la última pincelada a un cuadro, que un ebanista termine un mueble, que alguien concluya una sinfonía, que alguien escriba una carta que, sin saberlo, va a cambiar su destino.
Es milagroso que un niño se siente ante un piano o coja una guitarra y comprenda que, al fin, tras el tedio de tantísimas lecciones, el instrumento se le ha rendido, y le obedece, y la música cobra espíritu.
Y es que los milagros son tan excepcionales que no paran de ocurrir.
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6 comentarios:
Como esta milagrosa entrada. Una delicia. Un abrazo.
Y es milagroso, sí, que en cada texto las palabras se cuadren para siempre, no quieran romper fila o tomarse un permiso en el mismo momento en que damos a todas nuestra espalda.
Las palabras acatan nuestras órdenes como la felicidad obedece al borracho, o eso parece ser.
Da gusto leerte, maestro. Y otro abrazo.
Antonio y Alejandro, muchas gracias.
Una entrada que uno no se cansa de leer....A mí lo que me resulta milagroso es estar dejando un comentario en la bitácora virtual de un poeta al que siempre admiré y que forma parte de mi educación poética.
Un admirado abrazo
Y milagrosa fue la vida de Walter Arias.
Bueno, Javier, lo milagroso fue que W.A. se mantuviera vivo, siendo W.A.
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