Empieza a ser un utensilio anacrónico, pero será sin duda un utensilio imperecedero como tal, que es cualidad inherente a todos los útiles sencillos: la cuchara, la escoba, el vaso, la regla de medir… Sea como sea –porque a ver quién conoce el futuro de las cosas-, será difícil que los colegiales puedan prescindir de ella, ya que la goma de borrar es uno de sus aliados fundamentales: no sólo borra el error, sino también la huella evidente del error, como si allí no hubiese pasado nada, como si un niño no hubiese escrito “hemisferio” sin hache, como si una niña no hubiese cometido un fallo en la secuencia del ejercicio caligráfico.
Si las gomas de borrar tuviesen memoria, sería una memoria atormentada. Una memoria repleta de arrepentimientos, de dudas, de olvidos obligados. Sólo recurrimos a la goma de borrar cuando metemos la pata, de modo y manera que le creamos una especie de conciencia penitencial, de instrumento para la redención de nuestros pecados ortográficos o de las imperfecciones de un dibujo.
No sé ahora, pero, en mis tiempos, nadie cometía la insensatez de ir al colegio sin una goma de borrar en la maleta, porque el caso es que sin ella andábamos perdidos e indefensos, impotentes ante nuestras pifias a la hora de componer una redacción sobre cualquier asunto concreto o abstracto. Sin goma de borrar no eras nadie.
Había gomas de borrar muy aromáticas, y no faltaban niños que las suponían comestibles y las masticaban o las chupaban como si fuesen caramelos. Gomas olorosas y de colores más bien tristones: verde de hoja muerta, blanco de nada, amarillo de canario enfermo, rosa de chicle pisoteado… No tenían colores alegres, ya digo, pero eran olorosas, y aquella cualidad las redimía: era abrir la maleta y salir de ella ese perfume dulzón e inconfundible que iba evaporándose a medida que avanzaba el curso, hasta que te comprabas una goma nueva y recuperabas su olor amigo, ese olor que se expandía a los libros y a los cuadernos igual que se contagia el olor del membrillo a la ropa guardada.
Escribíamos nuestro nombre en ella, como si fuese objeto de valor, o tal vez porque lo era de verdad, pues el hecho de que te quitasen la goma de borrar no era tragedia pequeña, por esa indefensión a la que antes me referí. El desgaste de una goma daba idea aproximada del porcentaje de errores que cometía su propietario, y casi no hacía falta realizar un test de inteligencia: bastaba con ver la goma de cada niño.
A veces, en el esfuerzo de borrar, sobre todo si la mina del lápiz era muy dura, la goma se rompía, y aquello resultaba catastrófico, ya que tenías que manejar los molestos fragmentos de un todo que en teoría debía ser infragmentable. (…Muy atrás en el tiempo, una mano de niño borra una palabra equivocada. La goma suelta raspas verdes, amarillas, blancas, en matices tristes, y la mano las barre del papel. Y el niño sopla. Y todo el pasado huele a lo que sólo huelen las gomas de borrar.)
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