ESTAMPA MATINAL
Se levanta uno, desayuna, se asoma a la ventana, enciende un cigarrillo, observa el ir y venir de la gente madrugadora: los diligentes comerciantes, los niños que acuden al colegio con aspecto de expedicionarios, las jóvenes dependientas de ojos soñolientos, porque están en edad de trasnochar un poco entre semana; el barrendero meticuloso que elimina los desechos confusos de la noche, la florista que pone en armonía los jacintos y las lilas, los manojos de claveles; el vendedor de cupones, asentado firmemente en su tiniebla, señor de los azares; el repartidor de butano, Sísifo de las bombonas, halterofílico a jornada completa; los camareros que ordenan los veladores de las terrazas, silbando una canción que habla de amores…
Observa uno ese trajín desde la ventana mientras el humo del primer cigarrillo le entra en el cuerpo como un veneno amistoso, mientras la conciencia recompone su laberinto de culpas y de anhelos, mientras el ser regresa al cuerpo tras las navegaciones imprevisibles por el mundo líquido del soñar, y se alegra uno, en fin, de que la realidad se instaure en la mañana de modo tan perfecto y tan rotundo: dueño cada cual de sus afanes y regente cada cual de su destino; y se alegra uno de que la vida fluya de manera más o menos sensata, conforme a un equilibrio de apariencia absurda, aunque de esencia aterradoramente lógica. Se alegra uno, en definitiva, del espectáculo modesto y organizado de la rutina colectiva, del bullebulle confuso de quienes inauguran el día, de quienes cada día reinventan su razón de estar en el mundo, de quienes cada día reconquistan su lugar en el mundo.
Van incorporándose al escenario los ociosos que pasean con el periódico bajo el brazo, clientes de cafeterías que huelen a mantequilla caliente; llega la furgoneta del repartidor de golosinas, cueva de Alí Babá para los niños, con chucherías multicolores, con paquetes fosforescentes de frituras, con juguetillos que logran entretener durante un rato y que luego se rompen, como las ilusiones, o se tiran, como tantas otras cosas a lo largo del vivir; llegan los mensajeros con su paquetería urgente, con sus sobres y paquetes enigmáticos, porque todo lo urgente esconde un enigma; pasa con su carro chorreante el vendedor de pescado, con su pregón ronco…
Se levanta uno, desayuna, enciende un cigarrillo, se asoma a la venta y observa el sereno y extraño fluir de la vida, las tareas de los atareados y los ocios lentos de los ociosos, y da en creer que hay algo milagroso en ese caos amable de todas las mañanas, un portentoso mecanismo que activa de manera automática la realidad, el minucioso espejismo de la realidad, hasta que el cigarrillo se consume y se suma uno a ese espejismo.
Se levanta uno, desayuna, se asoma a la ventana, enciende un cigarrillo, observa el ir y venir de la gente madrugadora: los diligentes comerciantes, los niños que acuden al colegio con aspecto de expedicionarios, las jóvenes dependientas de ojos soñolientos, porque están en edad de trasnochar un poco entre semana; el barrendero meticuloso que elimina los desechos confusos de la noche, la florista que pone en armonía los jacintos y las lilas, los manojos de claveles; el vendedor de cupones, asentado firmemente en su tiniebla, señor de los azares; el repartidor de butano, Sísifo de las bombonas, halterofílico a jornada completa; los camareros que ordenan los veladores de las terrazas, silbando una canción que habla de amores…
Observa uno ese trajín desde la ventana mientras el humo del primer cigarrillo le entra en el cuerpo como un veneno amistoso, mientras la conciencia recompone su laberinto de culpas y de anhelos, mientras el ser regresa al cuerpo tras las navegaciones imprevisibles por el mundo líquido del soñar, y se alegra uno, en fin, de que la realidad se instaure en la mañana de modo tan perfecto y tan rotundo: dueño cada cual de sus afanes y regente cada cual de su destino; y se alegra uno de que la vida fluya de manera más o menos sensata, conforme a un equilibrio de apariencia absurda, aunque de esencia aterradoramente lógica. Se alegra uno, en definitiva, del espectáculo modesto y organizado de la rutina colectiva, del bullebulle confuso de quienes inauguran el día, de quienes cada día reinventan su razón de estar en el mundo, de quienes cada día reconquistan su lugar en el mundo.
Van incorporándose al escenario los ociosos que pasean con el periódico bajo el brazo, clientes de cafeterías que huelen a mantequilla caliente; llega la furgoneta del repartidor de golosinas, cueva de Alí Babá para los niños, con chucherías multicolores, con paquetes fosforescentes de frituras, con juguetillos que logran entretener durante un rato y que luego se rompen, como las ilusiones, o se tiran, como tantas otras cosas a lo largo del vivir; llegan los mensajeros con su paquetería urgente, con sus sobres y paquetes enigmáticos, porque todo lo urgente esconde un enigma; pasa con su carro chorreante el vendedor de pescado, con su pregón ronco…
Se levanta uno, desayuna, enciende un cigarrillo, se asoma a la venta y observa el sereno y extraño fluir de la vida, las tareas de los atareados y los ocios lentos de los ociosos, y da en creer que hay algo milagroso en ese caos amable de todas las mañanas, un portentoso mecanismo que activa de manera automática la realidad, el minucioso espejismo de la realidad, hasta que el cigarrillo se consume y se suma uno a ese espejismo.
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