EL MATADOR Y EL REPÓRTER
(Prólogo a Juan Belmonte, matador de toros, Libros del Asteroide, 2009)
Algunos libros tienen la capacidad de transformarse en algo que no son, de convertirse en algo distinto a lo que pretendían ser. Juan Belmonte, matador de toros es uno de esos libros mutantes, uno de esos textos infrecuentes que se elevan prodigiosamente sobre sí mismos.
Concebido como un “folletín-reportaje”, esta epopeya tragicómica se publicó semanalmente como tal folletín en la revista Estampa a partir del mes de junio de 1935 y, a finales de ese mismo año, apareció en formato de libro. Se anunció como “biografía novelada”, como “novela de la realidad” y como “novela vivida”. Y era todo eso, sin duda: la novela sobre Juan Belmonte que Juan Belmonte no podía escribir y que se encargó de idear –y de inventar como tal novela- su paisano Manuel Chaves Nogales. Gracias a este periodista de talento excepcional, el relato novelado y novelesco de un tramo de la vida de Belmonte adquiere, con el paso del tiempo, la condición fascinante de novela picaresca, desvinculada ya –si así lo queremos- de la biografía del matador de toros sevillano: a un lector de hoy le interesan menos los hechos que cuenta Belmonte como figura del toreo que la dimensión narrativa en abstracto de tales hechos. No es ya, en fin, un libro supeditado a la biografía del ídolo de masas que le sirve de sustento, sino un libro que se cuela de matute en el ámbito de la ficción, un ámbito en el que no cuenta ya el pintoresquismo de lo contado ni su veracidad, esa veracidad que en principio le daba fuerza como anecdotario del héroe y, de paso, como documento sociológico, sino la reverberación y la sugestión puramente literarias, ya digo, que pueden promover estos lances descabellados y tiernos, atroces y conmovedores, que comienzan en la calle Feria y que terminan con el menesteroso ascendido a los círculos de la fama, la riqueza y la gloria.
En la época en que Chaves Nogales lo entrevista para novelarle la vida, Juan Belmonte era una gloria nacional, por así decirlo: alguien que estaba en boca de todos, discutido o admirado. Por aquel entonces, un torero glorioso no era poca cosa, y Belmonte, muerto Joselito, ocupaba desde hacía años el trono de la tauromaquia con el aura de los seres legendarios. Su retirada definitiva de los ruedos se produciría al año siguiente de la publicación del libro de Chaves Nogales, lo que no haría sino acrecentar su condición de leyenda, ya que todo gran torero retirado ingresa en una especie de jerarquía mitológica, y sus hazañas se engrandecen al pasar de boca en boca hasta convertir cualquier detalle banal en acontecimiento, y la anécdota asciende entonces a categoría, y su figura deriva, en fin, hacia lo sobrenatural: algo inexplicable que nadie se resiste a explicar en las tertulias ociosas con la vanidad de quien fue testigo de un milagro irrepetible. Porque no hay que olvidar que los aficionados al toreo viven más en la edad de oro del pasado que en la edad de niebla del futuro: importa más lo que ocurrió que lo que pueda ocurrir.
No cuesta imaginar el proceso de composición de este libro: Belmonte le cuenta anécdotas a Chaves, éste toma notas y luego las reelabora con arreglo a su pulso estilístico, que era un pulso muy firme, de prosista certero que no renunciaba al adorno. La materia prima, de acuerdo, era excelente, pero esa excelencia no aseguraba la excelencia del resultado, ya que existen libros “de magnetófono” que se conforman con ser un batiburrillo de anécdotas, carentes de estructura narrativa, fatigosos a fuerza de insistir en los aspectos chistosos y chuscos, en las anomalías y descoyuntamientos vitales del protagonista: la exhibición de un pelele, a fin de cuentas. Chaves Nogales, por el contrario, organiza de tal modo el anecdotario de Belmonte, que le sale un relato coherente y articulado: un retrato de cuerpo entero, no una caricatura. No un retrato ornamental, sino un retrato moral: un entendimiento de la vida. Las anécdotas, desde luego, vertebran el relato, pero el relato no se limita a las anécdotas, que suelen valer cuando son el germen de algo más. Frente a la posibilidad de una retahíla de historietas, Chaves opta, en fin, por componer una historia. La historia de un pillastre nacido en la calle Feria y crecido en el barrio de Triana que, siendo aún novillero, recibe en Madrid un homenaje que le organizan Valle-Inclán, Romero de Torres, Julio Antonio, Sebastián Miranda y Pérez de Ayala y que, a los pocos días de tan alta ocasión, le pega un mordisco en la mano al peluquero de un trasatlántico que tiene la ocurrencia desdichada de untarle en el labio un poco de jabón de afeitar.
Al torero Paco Madrid le gustaba contar que Belmonte, desde sus inicios, viajaba con la espuerta de los trastos de torear y con otra espuerta llena de libros, y nos lo retrata como un lector constante y absorto, hasta el punto de que, según él, lo primero que hizo cuando empezó a ganar dinero fue poner un cuarto de baño en su casa y “comprarse” una biblioteca. Y el propio Belmonte nos habla en este libro de su afición juvenil a los folletines, de su proclividad entusiasta a los mundos de fantasía. Tanto era así que, antes de ocurrírsele lo de meterse a torero, alentó la quimera de ser cazador de leones en África, enfebrecido, como Alonso Quijano, por sus muchas lecturas de ficciones de aventureros. Y, al igual que Alonso Quijano, se escapó de casa y se echó a los caminos, rumbo a tierras africanas, aunque la realidad se le impuso y llegó sólo hasta Cádiz.
Se mire, en fin, como se mire, resulta curioso ver a un torero elogiar sin reparos a Guy de Maupassant y poner reparos a Anatole France, pongamos por caso, porque los toreros suelen elucubrar sobre otras cosas. “Todavía creen muchos que los toreros deben andar a cuatro patas para ser buenos toreros”, le decía a lo largo de una entrevista a López Pinillos, alias Parmeno.
Frente al toreo luminoso y grácil de Joselito El Gallo, su rival estratégico y su amigo fraternal, el toreo de Belmonte representaba la oscuridad y el dramatismo. El crítico Gregorio Corrochano (algo así, no sé, como el Edmund Wilson de la tauromaquia) llegó a decir que a Belmonte “dolía verle torear”. Belmonte reconocía no conocer las reglas del toreo, ni tener reglas, ni creer en ellas: “Yo siento el toreo y lo ejecuto a mi modo”. Porque ahí radicaba tal vez su secreto: en tener un modo. “Se torea como se es”, aseguraba, consciente de la dimensión artística de su tarea: algo que se puede aprender y que se puede enseñar, pero que en el fondo no se aprende ni se enseña, sino que se tiene o no se tiene. Y punto. Y que lo explique quien pueda explicarlo.
En El arte de birlibirloque, José Bergamín, que era gallista y que interpretaba el belmontismo como una “decadencia malsana y enfermiza”, se preguntaba: “¿Era Belmonte con traje plata un torero o la armadura de Carlos V?”. Pero no se paró ahí: “Lo más lamentable de Belmonte es que toreó siempre a la funerala: muy despacio y torcido”. Y seguían las estocadas: “Belmonte fue un rencoroso Lutero empeñado en verificar moralmente, tramposamente, lo que es mentira, burla, gracia”. Pero es cierto que la vida da muchas vueltas: medio siglo después, en sus lúcidas divagaciones reunidas bajo el título de La música callada del toreo, Bergamín, en una pirueta puramente bergaminesca, echando mano del recuerdo, rectificando su memoria, enmendándose, califica a Belmonte de torero excepcionalísimo, extraordinario, raro y único.
El final de Belmonte es de sobra conocido, aunque sus prolegómenos admiten versiones: el 8 de abril de 1962, a punto de cumplir 70 años, salió a pasear a caballo por su cortijo, acosó algunas reses, dicen algunos que llegó a torear a un semental por ver si había suerte y lo mataba, y cumplir así lo que le dijo muchos años antes, con bastante malaje, el malaje de Valle-Inclán: que para alcanzar la gloria sólo le faltaba morir en un ruedo; al no haber suerte con la tragedia, volvió, en fin, al caserío y se pegó un tiro en la sien, al parecer sobre la cicatriz de una cornada. El país se puso de luto, y no es exageración. Las mixtificaciones y conjeturas en torno al suceso fueron diversas: ¿hastío del vivir?, ¿la frustración ante un enamoramiento tardío? Quién sabe. Tal vez ni él mismo lo supiera. Tal vez nadie busque la muerte por una razón o por una sinrazón en concreto, sino que la muerte acaba imponiéndole la suya: la urgencia ante la nada, el alivio de la nada.
Manuel Chaves Nogales nació en Sevilla en 1897 y murió exiliado en Londres en 1944, después de huir de París en 1940 ante la inminencia de la invasión alemana. Nunca fue aficionado a los toros, pero su instinto periodístico le llevó hasta su paisano Belmonte para convertirse en su “evangelista”, según ocurrencia de Bergamín. En 1922 se trasladó a Madrid con el equipaje de dos libros publicados y con la vocación periodística muy firme y muy clara. Era la suya una vocación ambiciosa: no aspiraba a convertirse en un plumilla rutinario, de manguito y café con leche, sino en un repórter (era la jerga de la época) de temas internacionales, en un periodista que le sale al paso al mundo y no al contrario: “Andar y contar es mi oficio”.
Fue seguidor y amigo de Manuel Azaña. En 1936, Chaves Nogales era director del diario Ahora, que fue incautado por las Juventudes Socialistas Unificadas, circunstancia por la que se vio ascendido al cargo inesperado de “Camarada director”. En noviembre de ese mismo año, salió del país para no volver: “Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España”.
Manuel Chaves Nogales es una de esas figuras excepcionales de las que la cultura española se da el lujo de prescindir con tanta alegría como impunidad: nos sobran genios, así lo sean de temporada. Su obra lo sitúa entre los grandes del periodismo y entre los buenos de la literatura a secas, aunque no se le divise en ningún podio. Su obra, basada en la actualidad, en lo volandero y mudable, parece confirmar aquella paradoja difícil de Quevedo según la cual sólo lo fugitivo permanece y dura.
Con este libro sobre Juan Belmonte, Chaves Nogales dio una lección de literatura y una lección de periodismo: el periodismo que logra ascender al ámbito de la gran literatura. Porque no estamos ante un libro curioso, sino ante un libro prodigioso. Un libro que parte de unas anécdotas jugosas por sí mismas, desde luego, pero no olvidemos que el mérito literario de una anécdota no depende de la anécdota en sí, sino de cómo se cuente. Y Chaves Nogales supo contarnos con pulso magistral la vida y hazañas de Juan Belmonte, El Pasmo de Triana, aquel niño pobre que toreaba clandestinamente en pleno campo, desnudo, a la luz de la luna y de unos focos de acetileno que robó con su pandilla a un circo húngaro que estaba de paso por Sevilla. Aquel niño pobre que se convirtió en un torero glorioso y rico. Aquel torero glorioso y rico que acabó pegándose un tiro, porque quién sabe lo que pasa por dentro de nadie cuando decide ser nadie.
1 comentario:
Grandísimo prólogo, qué delicia. Una pregunta, si es tan amable: ¿cuál es la relación que existió exactamente entre Sevilla y Chaves Nogales? ¿Parentesco, marco casual, sólo lugar de nacimiento, amor, desamor...? ¿Y cómo trata Sevilla la memoria de Chaves?
Muchas gracias. Carlos.
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