Vivimos en un mundo en que las novedades e invenciones de todo tipo nos asedian y maravillan, a veces para bien, a veces para mal y a veces para nada en concreto.
En su día, el
fax, pongamos por caso, nos parecía cosa de magia, y nos sentíamos como el mago
Merlín cuando metíamos un papel en la ranura y sabíamos que su réplica exacta estaba
saliendo en ese mismo instante por otra ranura en cualquier parte del mundo.
Era lo más cerca que hemos estado, al menos que yo sepa, de la teletransportación,
así sea a mero nivel de papeles.
Aún no
acabábamos de entender cómo podía llevarse a cabo aquel portento cuando, de la
noche a la mañana, el fax se nos quedó obsoleto y ascendimos un grado en la
escala de la prestidigitación tecnológica con la universalización del correo
electrónico, que nos pareció el non plus ultra de la comunicación instantánea…
hasta que apareció WhatsApp y esa instantaneidad se acrecentó hasta el límite
quizá de lo imprudente, ya que no solo nos obliga a confiar en nuestra sensatez
a la hora de escribir tonterías o en nuestro sentido de la oportunidad a la
hora de reenviar un meme, sino que también tiene la facultad prodigiosa de
convertirnos en una especie de pelmazos virtuales que ejercen a distancia el
viejo arte de incordiar al prójimo, y además gratis.
Por
no hablar de los avances en telefonía: los de mi generación hemos pasado de las
llamadas mediante centralita y del teléfono de baquelita negra no ya al
teléfono móvil con pantalla táctil, sino al teléfono plegable que puede
doblarse como la suela de un zapato aerodinámico, pues en la industria del
calzado los adelantos no van a la zaga de los propios de la industria
tecnológica en general, hasta el extremo de que comprarse hoy unos zapatos
tradicionales resulta más extravagante que comprarse unos zapatos con ruedas y
con luces led.
Este
progreso vertiginoso habla muy bien del ingenio humano, lo que no quita que nos
sintamos como idiotas cuando, en una limpieza de cajones y de altillos de
armario, nos encontramos con nuestro radiocasete, con nuestro walkman, con
nuestro discman, con nuestro Mp3, con nuestro reloj Casio de primera
generación, con nuestra cámara fotográfica, con nuestra grabadora portátil o
con nuestra calculadora de escritorio. De repente, ante esos restos
arqueológicos de una época que considerábamos futurista, nos sentimos un poco
catetos y otro poco melancólicos, porque caemos en la cuenta que, por
definición, el futuro es lo que no llega nunca, en parte porque el futuro no
nos cabe en la imaginación y la desborda y sobrepasa siempre. Creemos, en fin,
que estamos en el futuro y, a la vuelta de unos años, nos vemos en una
fotografía y nos decimos “¡Vaya peinado!” o “¡Vaya blusa!”. Y nos reímos por no
llorar.
.
Tu prosa sigue siendo futuro, Felipe. Estoy convencido que siempre será así.
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