(Publicado ayer en prensa)
(Playa de Rota. Cuadro de R. Verdugo Landi. Hacia 1920)
Los veranos tienen algo de estación retrospectiva: por una vía misteriosamente imprecisable, nos remiten a los veranos de la infancia, esos que perviven en la memoria al margen de la cronología, pues los veranos infantiles son un solo verano, una cápsula de tiempo que no tiene fecha definida.
Se funden en uno, ya digo, los veranos en que
fuimos niños, y en ese verano único se nos entremezclan los recuerdos y las
sensaciones: la extensión dorada de la arena al atardecer, a contraluz; las
olas que nos voltearon y nos arrojaron a la orilla como a náufragos
desconcertados, el sabor del agua salada que te entraba por la nariz, las
excursiones a la zona rocosa para complicarles la vida a los cangrejos y a los
diminutos camarones transparentes que se quedaban atrapados en las pozas de
marea…
Los
veranos infantiles tienen algo de paraíso en technicolor, de fotografía Polaroid,
con sus coloraciones irreales y subidas de tono, y, al recordarlos, nos vemos
dentro de una película muda, porque la infancia está más allá de las palabras,
o dentro de una de esas fotografías que siempre salían un poco movidas, sin
duda porque es muy difícil que un niño sepa estarse quieto, por más que sus
padres se lo supliquen o se lo ordenen.
Quietos,
lo que se dice quietos, nos quedábamos, eso sí, en los cines de verano, absortos
ante las andanzas nocturnas de un vampiro, aterrados ante la transformación de
un señor corriente en nada menos que el hombre lobo, aquel esclavo de los
ciclos lunares, o bien adivinando la fuerza del deseo -sin entender del todo qué
era el deseo- en la imagen de una bailarina de un saloon del Oeste o de la sicaria
en bikini que seducía a un agente secreto al servicio de su majestad británica.
Todo
aquello se nos transfería luego a los sueños, y allí se nos formaba un grumo
aleatorio de ficciones, en esas noches tórridas en que, más que dormir, nos
bandeábamos en una duermevela sudorosa y confusa, entre despertares repentinos
debidos al calor, por esa afición tan rara que tiene el calor a no descansar ni
por la noche.
Los
veranos de la infancia se condensan en imágenes: la ola rápida que destruye el laborioso
castillo de arena, los chanquetes que saltan de las cajas de sus vendedores y
se quedan palpitando en la arena como si fuesen hebras de mercurio, el cangrejo
cautivo en un cubo de plástico, la botella rota, semienterrada en la arena, que
siempre pisaba alguien, dejando un rastro de sangre y de angustia en aquel
escenario edénico de toldos y sombrillas, de madres que formaban tertulias para
contarse historias o para intercambiar recetas, mientras los niños, gracias al
privilegio de salvajismo que nos concedía el verano, jugábamos en la orilla a
los piratas.
El
verano, en fin, es ese algo que sucede muy al fondo de nosotros. Más allá del
verano. Más allá de las fechas. En un tiempo que ni siquiera parece estar hecho de tiempo.
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Gracias Felipe, por plasmar en palabras esas emociones que, yo y tantos, reconocemos también como nuestras al leer tu bellísimo texto. El arte de poner en palabras lo que sentimos y de emocionarnos. Gracias otra vez😘. Eva María Letrán Cutilla.
ResponderEliminarDesde un pequeño rincón de la sierra gaditana, te sigo desde hace años.
ResponderEliminarMe encanta tu pensamiento.
Sobre el verano, ! qué decirte!. Mejor expresado, imposible.
Saludos
Para mí eres el mejor escritor del momento, dominas el lenguaje, la metáfora, tu plasticidad es envidiable y sorprendente.
ResponderEliminarQuerido Felipe:
ResponderEliminarCómo agradezco tus letras que pican como espuelas al espiritu para que eche a andar. Vuelvo a recorrer entusiasmado todo ese verano infantil. ¿Nos da tiempo a adentrarnos aún más en las rocas o sube ya la marea?
PD:
Dime, por favor,¿cómo ha engañado R. Verdugo al sol para que su luz y calor permanezcan en el cuadro en lugar de pintarlos?
Carlos