domingo, 10 de enero de 2021

LA BRAVURA

 (Publicado ayer en prensa)



Como ustedes saben, en octubre de 1922 Benito Mussolini promovió una marcha sobre Roma para hacerse por las bravas con el poder. Tuvo éxito. El miércoles pasado, otro fanfarrón narcisista, Donald Trump, alentó, desde su acumulación de histriónicas pataletas de perdedor agraviado, el asalto al Capitolio. A su manera, también tuvo éxito: ofreció al mundo la imagen de la barbarie disfrazada de legitimidad democrática. Al fin y al cabo, ese fomento de la barbarie ha sido el ruido de fondo de su mandato: una superpotencia en manos de un demente. Demasiado poco ha pasado, aun habiendo pasado mucho: la polarización fanatizada de un país de por sí especialmente polarizado y crecientemente fanatizado.

Tanto Mussolini como Trump contaron con el cerrilismo violento de sus seguidores, representantes de ese cupo de bestialidad ideológica del que no consigue librarse ninguna civilización, por avanzada que sea. Para desarrollar su megalomanía, el megalómano necesita, en fin, el apoyo irracional de los serviles, que jamás dudan de sus razones: es la ventaja del pensamiento que no necesita pensarse a sí mismo.

         Comoquiera que EEUU viene a ser el laboratorio de los fenómenos sociológicos que, tarde o temprano, tendrán su réplica en el resto del mundo capitalista, el sentido común nos avisa de que podemos echarnos a temblar, ya que los personajes como Trump no son una anomalía anecdótica, sino un patrón clonable: la sinrazón necesita líderes para redimirse de su caos consustancial e individualista y convertirse en un proyecto sistematizado y colectivo, en el simulacro de un movimiento político superador de todas las ideologías políticas, con el ultrapatriotismo como elemento armonizador de unas manías privadas: el supremacismo, la paranoia conspirativa, la amenaza del comunismo y la conjura de los oligarcas para aniquilar al género humano, pues el repertorio es tan pintoresco como surtido.

         En Europa tenemos ya indicios sobrados del auge del populismo de tendencias cesaristas. Y nuestro país no podía ser una excepción, claro está, con la previsión de un crecimiento electoral de la derecha enfática, cuyo discurso básico consiste en la necesidad de la destrucción de un presente considerado funesto para emprender la reconstrucción de una difusa edad de oro, sin renunciar a la nostalgia de nuestras glorias imperiales.

         El curso de la Historia nos advierte de los peligros de la denigración del presente en beneficio de la añoranza de un pasado que no tiene sitio en el futuro, pero se ve que a muchos les gusta vivir al borde del abismo de la irrealidad: si la realidad les lleva la contraria, siempre habrá capitolios; si la política no les vale como solución, la convierten en problema.


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