DOUG SHULTZ
(NETFLIX)
WORMWOOD
ERROL MORRIS
(NETFLIX)
PANDEMIC
La serie documental Pandemic (How to Prevent an Outbreak),
estrenada justo antes de la identificación y propagación de la Covid-19, ha
tenido el mérito de ser tristemente –e inminentemente- profética: la
advertencia por parte de los científicos de una pandemia provocada por un
agente infeccioso desconocido. No tenían duda alguna de que esa pandemia se
produciría. La única duda era la de dónde y cuándo. No se trataba, en fin, de
una conjetura, sino de una certeza sin fechar. (Y ahora comprobamos que las
películas catastrofistas en torno al efecto masivo de unos virus malignos
podían ser poca cosa como tales películas, pero que no eran del todo ciencia-ficción:
ya estamos dentro de una de esas películas, en calidad de figurantes atónitos.)
Al igual que con respecto al cambio climático, los políticos mundiales llevan
décadas sobre aviso, aunque suelen optar por darse por enterados a medias,
cuando no con el fatalismo de un encogimiento de hombros.
No creo que
pueda decirse que Pandemic sea un
trabajo resuelto con brillantez, pues es de ritmo algo lento, con un montaje un
tanto desordenado y con tramos inertes, aunque sí muy didáctico, a la vez que
desalentador: nuestra vulnerabilidad individual ante un patógeno emergente y
nuestra incapacidad colectiva para afrontar una crisis sanitaria desmesurada.
Quizá no sea
el momento de promovernos la angustia, de la que vamos sobrado, pero esta docuserie
resulta muy útil para que los legos en ciencia no andemos hablando por boca de
ganso ante esta pandemia que no sólo ha puesto de manifiesto lo mejor, lo regular
y lo peor de la condición humana, sino también las muchas fragilidades de
nuestro sistema, así como las consecuencias imprevisibles de la globalización,
de la que tendemos a cantar más sus alabanzas que sus peligros. ¿Qué lección
aprenderemos de esta especie de suspensión transitoria de nuestra realidad? Tal
vez ninguna: que la vida siga su curso. Y hasta la próxima.
Como no podía
ser de otra manera, hay quienes dan por hecho que este coronavirus es un arma
biológica creada en un laboratorio de EEUU para exterminar a la población
mundial -y cabe suponer que de paso a ellos mismos-, un invento del gobierno chino
para paliar un poco su superpoblación o incluso una guerra biológica emprendida
por Rusia para desestabilizar Europa. Vale. Bien. Las conspiranoias tienen el privilegio
de poder ir en vuelo libre. Pero para ese tipo de conspiraciones devastadoras tendríamos
que irnos un poco hacia atrás en el tiempo…
En el caso de
que la dejasen ustedes correr cuando se estrenó, me arriesgo a recomendarles Wormwood, un docudrama centrado en la
extrañísima muerte de Frank Olson, un bioquímico del ejército de EEUU que fue
reclutado por la CIA. En 1953, Olson cayó –digámoslo así- desde la ventana del décimo
piso de un hotel de Manhattan. La versión oficial fue concluyente: suicidio. (Como
dato curioso, cabe señalar que el manual para los agentes de la CIA de aquella
época especificaba el siguiente protocolo: “El accidente más eficaz para un
asesinato sencillo es el de una caída desde al menos unos 23 metros de altura
sobre una superficie dura”.)
Durante los
días previos a la muerte de Olson, sus superiores le administraron, sin su
conocimiento, unas altas dosis de LSD como parte de un experimento encaminado a
calcular el efecto de las drogas como elementos de uso para el control mental,
en una época en que los ensayos psicológicos ocultaban bajo su barniz
científico una metodología casi nigromántica. Aquella experiencia psicodélica
no consentida le produjo paranoia y una crisis nerviosa severa, imagina uno que
porque pensó que estaba perdiendo la razón y que el mundo se le había
transformado en una pesadilla multicolor y cambiante, de modo que fue enviado
por sus superiores a la consulta de un psiquiatra -que no era tal psiquiatra,
sino un pediatra alergólogo aficionado a las fantasías experimentales con la
mente humana- que colaboraba con la CIA en el estudio de los efectos psicotrópicos
de determinadas sustancias. A falta de mejor remedio, aquel psiquiatra
espontáneo y aventurero prescribió a Olson el ingreso inmediato en un manicomio.
En contra de
lo que suele ser habitual, la parte dramatizada de Wormwood es excelente, acogida a un inquietante registro sombrío
con toques expresionistas. La parte estrictamente documental tiene como
protagonista a Eric, hijo de Frank Olson, que traza un coherente relato retrospectivo,
fruto de su afán por aclarar -a lo largo
de varias décadas- los motivos, detalles y circunstancias de la muerte de su
padre. Él mismo reconoce que ese afán derivó en obsesión, hasta el punto de
sacrificar su vida profesional -y buena parte de su salud mental- en beneficio
de ese esclarecimiento.
Pero no debo
contarles mucho más. Estando por medio la CIA, las escabrosidades más
impensables están aseguradas, pues son pocas las instituciones públicas que han
alcanzado su grado de criminalidad y de sordidez: un poder descontrolado dentro
del Poder, al margen de la ley y del Poder mismo, con el pretexto sagrado de la
seguridad nacional. Si a eso añadimos el FBI del abominable Hoover, el
macartismo, la guerra de Corea, el cine patriótico y las tensiones de la Guerra
Fría, con sus complejas redes de espionaje, pongamos por caso, nos trasladamos
al escalofriante escenario sociopolítico en que encontró la muerte Frank Olson,
el hombre que quizá sabía demasiado.
.
Habrá quién piense -como yo- que al lado de Trump, el asunto de Frank Olson son chiquilladas, y que Hoover y sus colegas de la CIA fueron monaguillos de primer año a su lado.
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