viernes, 28 de febrero de 2020

CLEMENTE EN EL PALMAR DE LAS MARAVILLAS

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Aquí escribo sobre una miniserie documental centrada en el estado papal de El Palmar de Troya.

https://www.elmundo.es/cultura/laesferadepapel/2020/02/28/5e500cdc21efa047618b4664.html

jueves, 27 de febrero de 2020

domingo, 16 de febrero de 2020

BUEN MORIR


(Publicado ayer en prensa)


Resulta tan desconcertante como preocupante el hecho de que un debate parlamentario sobre la eutanasia acabe pareciendo un concilio Vaticano. Entiende uno que algunas ideologías políticas tienen una base religiosa, pero los representantes de esas ideologías deben entender también que, en un estado laico, aunque aún con rescoldos del nacionalcatolicismo, las devociones no son ecuménicas, sino privadas, mientras que los derechos civiles conviene que sean universales, se haga uso de ellos o no por motivos de conciencia o de lo que corresponda.

La legalización de la eutanasia no convierte al Estado en una “máquina de matar”, según la apocalíptica VOX. Tampoco se trata, según quiere el PP, que en este caso ha optado por trivializar los dramas ajenos en beneficio de la demagogia propia, de una “solución final” para ir asesinando poco a poco a la población adulta y, de ese modo, ahorrar en gasto sanitario y en pensiones. Oír esas barbaridades en boca de unos parlamentarios provocaría risa si no provocase estupor, por lo que tienen de argumentos tan sórdidos como desproporcionados: no se trata de romper los frenos de los autobuses del Inserso, sino de la regulación garantista de una cuestión humanitaria, como no haría falta decir.

            Una ley de eutanasia no  implica –como tampoco haría falta decir- una invitación al suicidio, entre otras razones porque el suicida no necesita leyes para suicidarse. Hay un matiz: no todos quienes deciden dejar de vivir son en rigor suicidas, sino personas que, sobrepasadas por el sufrimiento, renuncian a vivir porque consideran que su vida está fuera de la vida. No es exactamente lo mismo decidir matarse que tener derecho a decidir la propia muerte. Aparte de eso, el deseo de morir puede ir unido, paradójicamente, a un gran apego a la vida: la renuncia a la existencia desde la añoranza de una existencia que mereciera ese nombre.

            Oponerse a un derecho en el que entra en juego la dignidad de la condición humana es oponerse a la realidad misma en beneficio de una religiosidad intrusiva, ya que ningún dios pasa por las urnas. La hipótesis de un orden divino, en suma, frente a unos hechos constatables. La moral derivada de un supuesto supramundo frente a los dramas cotidianos de este mundo. Hay quienes encuentran en la oración un consuelo para su desdicha, pero hay quienes no, y, en una sociedad plural, ambas opciones deberían convivir sin interferencias. Al fin y al cabo, muchos hemos vivido desde nuestra infancia con la amenaza del infierno teológico, de modo que no estaría mal que los promulgadores de esa amenaza reconocieran que hay quienes padecen el infierno en vida. Y, de paso, que la vida consiste en gran parte en huir de los infiernos, porque nacemos para vivir, no para morir día tras día sin más esperanza que morir del todo.

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viernes, 14 de febrero de 2020

lunes, 3 de febrero de 2020

PRESENTE DE SUBJUNTIVO


El gran problema de la política no es la política en sí, sino la necesidad que tiene la política de dejar de ser una abstracción ideológica –o una de esas fantasías que se incorporan a los programas electorales- para convertirse en una estrategia de gestión desarrollada por unos entes de carne y hueso que deciden sacrificarse por el bien común.

El ministro Ábalos, por ejemplo, no desvelará nunca qué hacía de madrugada en un aeropuerto ejerciendo labores de vigilancia policial de una mandataria extranjera, pero ha dejado muy clara su vocación: “Vine para quedarme y no me echa nadie”. Por si había dudas de la firmeza de su propósito, lo dijo como si mordiera un puro en la barra de un saloon del Lejano Oeste. Y sí, es posible que no lo eche nadie, porque incluso si lo echaran los votantes, seguro que encontraría un hueco laboral en la diversificada industria de la política, por esa capacidad que tienen los partidos de convertirse en una agencia de colocación para descolocados, pero es posible que un político con vocación de perpetuidad como tal político haría mejor en no alardear de su profesionalización vitalicia como benefactor de la sociedad, en especial si se trata de una sociedad en la que abundan el paro y el empleo precario.

         Por su parte, el presidente Torra ha decidido marcharse antes de que lo echen, tras dar por quebrada la fraternidad patriótica que cohesionaba a la izquierda y a la derecha en un ideal superior: la república catalana, esa entelequia que va camino de convertirse menos en un ensueño catalán que en una pesadilla gubernamental para Sánchez, quien no sólo está dispuesto a reconocer la existencia de un conflicto político en Cataluña, según exigen los creadores del conflicto, sino que, a este paso, también puede acabar reconociendo la existencia de un conflicto psicológico paralelo. El sueño que no le quitó su ahora vicepresidente puede robárselo Junqueras con su discurso de fraile laico y con su aura trágica de conde de Montecristo. ¿Diálogo? Sí, pero el guion parece previsible: referéndum y amnistía a cambio de presupuestos y de gobernabilidad.

         En cuanto a desjudicializar el conflicto, ¿de qué hablamos? Sin ir más lejos, la vía judicial –con todas sus carencias y arbitrariedades- está empezando a servir de parapeto contra el discurso retrofranquista de la ultraderecha: la libertad de expresión no es sinónimo de impunidad de expresión, de igual modo que la libertad de pensamiento no siempre conlleva la libertad de actuación. Desjudicializar las acciones de los políticos no sólo rompería nuestro frágil y sospechoso equilibrio de poderes, sino que haría trizas el contrato social más básico, que no es otro que el de la preservación de una legalidad consensuadamente alterable, pero individualmente inviolable.

Se mantiene, en fin, la expectación.

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