domingo, 1 de septiembre de 2019

LA FARSA



Imagino que se trata de una impresión no sólo falsa, sino también ingenua y alarmista, pero cada día estoy más convencido de que nuestra civilización funciona de milagro o de chiripa, según optemos por una providencia teológica o meramente azarosa. 

No sé, tiene uno la impresión de que hemos montado un mastodóntico aparato administrativo no para gestionar nuestra vida común con eficacia, sino para crearnos la ilusión de que estamos administrados con eficacia, que es al fin y al cabo lo que da marchamo de civilización a cualquier sociedad que se precie: el espejismo de una estructura frente a una realidad desestructurada. 

Por otra parte, ningún aparato administrativo puede perder su condición de pesadilla para el ciudadano, ya sea para concertar una cita médica, para someterse a una inspección fiscal, para adentrarse en los laberintos judiciales o para hacer una modesta reclamación en la OMIC. Una civilización sin factores burocráticos un poco kafkianos es posible que tenga éxito en una tribu salvaje, pero no en una sociedad avanzada, que necesita promover la angustia colectiva para que nadie pierda tontamente su condición de ciudadano del primer mundo a cambio de una vida simplificada, al ser la complejidad una de las virtudes que nos ofrece el sistema que nos rige. 

Tan compleja es nuestra civilización que sabemos que, ya sea en un organismo público o en uno privado, donde haya un presidente tiene que haber irremediablemente un vicepresidente, que donde haya un secretario general tiene que haber por fuerza un vicesecretario general y que donde haya un organismo, por microscópico que sea, tiene que haber un organigrama, incluyendo asesores, para que nada falle. “¿Cuanto más organigrama más capacidad de gestión?”, nos preguntamos, y nos damos una respuesta estoica: “Cuanto más organigrama, más organigrama. Algo es algo”. 

          ¿Y para qué sirve todo ese entramado? Pues para muchas cosas. Por ejemplo: salvo los negacionistas de lo evidente, tenemos consciencia de estar matando el planeta, pero la pasividad de los gestores de lo público no deja de ser interesante si tenemos en cuenta que esa pasividad la remedian con una extraña forma de actividad: la construcción de nuevas autopistas o la búsqueda de petróleo en regiones inexploradas, entre otras ocurrencias. Como paradoja resulta inmejorable: si el planeta está contaminado, ¿qué mejor solución que dar facilidades para contaminarlo un poco más? 

           Eso sí: si arden miles de hectáreas de bosque, siempre habrá un alcalde que inaugure un parque público con unos cuantos árboles y con una zona infantil recreativa. Si sube el nivel del mar, algún organismo competente –con su competente organigrama- ganará terreno al agua para construir un muelle deportivo. Si se derriten los glaciales, nuestra compañía eléctrica nos ofrecerá la instalación de un sistema de aire acondicionado, pagadero en cómodos plazos. ¿Qué puede salir mal?


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