lunes, 27 de mayo de 2019

LA TABERNA



(Publicado en prensa)


Cuando alguien decide dedicarse a la política sabe de sobra que, para gestionar la realidad, tiene que desvincularse lo antes posible de la realidad. Desvincularse de ella no por desdén, sino para no verse desbordado por ella, de modo que se ve obligado a optar por una forma específica de fantasía: sustituir a la gente por estadísticas, reducir los conflictos a números decimales y transformar la gestión en discurso, mejor cuanto más grandilocuente y enaltecedor. 

        Para un político, vivir atento a la realidad en crudo supondría vivir en el infierno, y de ahí que prefiera mudarse al paraíso de lo imaginario, donde los problemas no pasan de ser abstracciones que vagabundean por su despacho como fantasmas suplicantes. Siempre resultará más cómodo que una persona sea una entelequia que consta como desempleada en la base de datos del INEM, por ejemplo, que tener cara a cara a un ser de carne y hueso que no logra sobrevivir en un sistema que lo ampara de boquilla y que lo margina de facto. De ahí la incomodidad del gremio político en cuanto pisa la calle, expuesto al asedio quejumbroso de la gleba, y de ahí la magnitud del sacrificio que lleva a cabo en campaña electoral.

            El martes pasado, en el pleno de constitución del Congreso, asistimos a la puesta en escena, por parte de algunos de nuestros representantes electos, de ese propósito de escapar cuanto antes de la realidad para ingresar en la esfera de los ensueños  de carácter autista. En medio de un clima confuso de patio de colegio, algunas señorías teatralizaron sus melodramas personales, sus estrategias egolátricas y sus delirios refrendados en las urnas, según el sentido del espectáculo de cada cual. Nadie esperaba menos, aunque es posible que nadie necesite tanto.

            No sé: sentamos a una gente en una butaca para que solucione los problemas genéricos de nuestra vida en común y resulta que esa gente acaba siendo, por sí misma, un problema complementario. Porque creo que estaremos de acuerdo en que no es lo mejor para nuestra convivencia el que la sesión inaugural de una legislatura -con la que teóricamente se abre un periodo de esperanza colectiva- acabe pareciéndose a uno de esos programas de la televisión basura en que se disputa un premio a costa de la propia dignidad.

            Tras los pataleos, aspavientos y juramentos a la carta, la nueva presidenta de la cámara, la señora Batet, dio un breve discurso que, lejos de acogerse a la retórica previsible, aliaba el sentido común con el decoro, pero, tras lo ya visto y oído, sus palabras, tan coherentes, resultaron incoherentes en aquel contexto caracterizado por la gestualidad y la bravuconería. 

Mal iremos, en fin, si el Congreso se convierte en la taberna nacional. Mal.

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