Hay
gente muy puntillosa. Gente que parece pasar por el mundo con un libro de
reclamaciones en el bolsillo, con un memorial de agravios bajo el brazo, con
dedo acusador. Gente que se queja de todo, que protesta por todo, que se
indigna a la mínima, así sea porque le sirven un café demasiado caliente o unos
churros demasiado fríos. Gente a la que todo le parece mal aunque esté
simplemente regular y que merodea por la vida con talante penitencial y a la
vez fiscalizador, con desánimo y a la vez con brío para procurar expandir el
desánimo, con talante de misionero de la desmoralización.
Gente
que sale del cine de ver una película excelente y que, sin embargo, pone gesto
de repugnancia si alguien le comenta que la película es excelente. Gente que
lee un libro estupendo y que pone gesto de asco si alguien le comenta que le ha
parecido un libro estupendo. Gente que se come unas gambas magníficas y que
critica que están saladas, o que les falta sal, o que son de hace tres días. Gente
que se queja de los insectos cuando va al campo y que se queja de la polución
cuando va a la ciudad. Gente que se lamenta de la sequía cuando hay sequía y
que maldice la lluvia cuando llueve.
Esta
curiosa forma de pesimismo debe de estar provocada por una forma insensata de
optimismo: imaginar que el mundo podría ser perfecto si no fuera imperfecto. Si
uno exige perfección a todas películas que ve, perfección a todos los libros que
lee y perfección a todas las raciones de gambas que consume, lo más probable es
que vaya de cabeza al desengaño, porque no siempre las películas pueden ser
perfectas, ni los libros, ni siquiera las gambas, que son las que lo tienen más
fácil. Tal vez, ni siquiera la perfección sea del todo perfecta: necesita de la
imperfección como elemento de contraste para definirse.
El
desencantado sistemático siempre estará dispuesto a decirte que no sabes nada
de cine si le comentas favorablemente una determinada película, a reprocharte
que no entiendes nada de literatura si le comentas que te ha gustado
determinado libro y a dictaminar que tienes un paladar de cemento si elogias
unas determinadas gambas a la plancha. El desengañado siempre estará por encima
de ti en cuestión de gusto, precisamente porque no le gusta nada, y ese disgusto
universal le otorga la condición de juez implacable, intransigente con
cualquier atisbo de entusiasmo ajeno.
Dan
grima, ¿verdad?, los pesimistas, los que están de vuelta de todo por no haber
llegado a nada, los entusiastas de la falta de entusiasmo, los amigos del vacío
por el vacío, los partidarios de la nada por la nada, los que entienden que la
admiración por el prójimo constituye una ofensa a la propia inteligencia, al considerar
que hay que ser muy bobo para admirar a alguien.
Y ahí están ellos, cada vez
más solitarios, porque cada vez están más consigo mismos, sin hacer nada de
provecho, y el tiempo se les va en procurar destruir con dinamita verbal lo que
hacen otros. Ahí están, a la salida de un cine, echando espumarajos por la boca.
Ahí están, pululando por las librerías con gesto de náusea, pues nada de
aquello le parece que valga un duro. Ahí están, tapándose los oídos si oyen
música, cerrando los ojos si ven un cuadro, vomitando si se comen una gamba que
a su paladar no le parezca sublime, sin pararse a pensar siquiera la opinión
que les merecería a las gambas el hecho de ser devoradas por individuos de esa
ralea.
.
Me ha parecido genial.
ResponderEliminarA los "pesimistas","puntillosos" y "misioneros de la desmoralización". Les diría: Madruguen, contemplen el amanecer; que la suave brisa les acaricie la cara... Abran los ojos y, vean...¡Vean!
ResponderEliminar