(Publicado ayer en prensa)
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Nos dicen, nos decimos: “Hay que
vivir el instante”. Los poetas de la antigüedad ya andaban a vueltas con esa
copla. Una premisa que se fundamenta en el prestigio de lo inmediato, en el
beneficio potencial de lo presente. Y, sí, qué duda cabe, uno está de acuerdo
en vivir el instante y lo que haga falta, pero vivir el instante implica vivir
en la confusión, ya que el tiempo no es de verdad tiempo hasta que pasa: cuando
asciende –o se degrada, según se mire- a memoria. Nuestra percepción del tiempo
es en esencia retrospectiva. Construimos el tiempo. Inventamos el pasado y el
futuro desde el presente, pues para eso es casi lo único para lo que sirve el
presente, que al fin y al cabo no deja de ser un espacio de transición: historiamos
desde él nuestro pasado y abocetamos en él nuestro futuro.
Medimos
el tiempo para no hacernos un lío con el tiempo. De lo contrario, sería para
nosotros una especie de magma, un fluido informe. Cuando éramos niños, había
días que parecían durar semanas, semanas que parecían durar meses, meses que
parecían durar años, al ser el tiempo de la infancia muy lento, con algo de
eternidad estática: una tarde lluviosa ante el cuaderno de los deberes podía
resultar interminable, un simulacro desesperante de aquella forma de vida que
debían de tener en el Cielo los difuntos bienaventurados, según nos relataban
los curas con el optimismo propio de quien fantasea con los trasmundos. Luego,
a medida que envejecemos, el tiempo tiende a apresurar el paso, a desbocarse, y
los días ya no parecen semanas, sino apenas minutos, y los minutos ni se
perciben, y los años parecen relámpagos.
Se
ve, en fin, que nuestra mente tiende a descompasarse con respecto al ritmo del
tiempo, que va siempre por delante de nosotros. Entre un verano y otro, apenas
un parpadeo. Entre unas fiestas navideñas y otras, apenas un suspiro. Y así: el
tiempo a su aire y nosotros tras él, ganándonos siempre la carrera.
Estamos
a las puertas de un año nuevo. Hemos fragmentado el tiempo para tenerlo
vigilado, para controlarle la velocidad. De no tener el tiempo sometido a la
fragmentación en minutos, horas, días, semanas, meses, años, quinquenios, décadas,
siglos o milenios, acabaríamos por volvernos locos: “Hace muchísimo que no nos
vemos”, diría uno, y su interlocutor precisaría “Mucho más que muchísimo”, o
tal vez “No tanto”, y ambos tendrían razón, al ser el tiempo en abstracto una
medida personal, una sensación intransferible de tránsito. De no haber
fraccionado y etiquetado el tiempo, se acabarían por ejemplo las citas: “Nos
vemos dentro de…”. ¿Dentro de cuánto? Para procurar ser puntuales, ¿nos
guiaríamos por las lunas, por las mareas, por la posición del sol?
Y
este cuento… este año, quiero decir, se ha acabado.
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