(Escribí esto que sigue en 2011. He escrito otra cosa de urgencia, tras su muerte, que se publicará el próximo viernes en EL CULTURAL del diario EL MUNDO.)
Leonard Cohen ha conseguido
reducir su voz a un susurro hipnótico. ¿Por merma de facultades? Sí, pero quizá
también por privilegio de su destino: su voz es algo que está ya por encima de
la voz, algo que ha logrado convertirse en la metáfora frágil de sí misma, en
una fantasmagoría, purificada. Es la salmodia penumbrosa del superviviente, con
su traje gris de empleado discreto de funeraria, con su borsalino de hampón
dandístico, con su figura descoyuntada de anciano arrullador de batallas
antiguas del sentimiento, galán en sus ocasos triunfales, con su sonrisa
beatífica propia del monje budista que es, conocido en los monasterios del ramo
como Jikan Dharma, que significa el silencioso.
Leonard
Cohen sale al escenario con pasos alegres de duendecillo del país de las
tinieblas amables. Se arrodilla. Junta las manos en gesto de plegaria. Se
destoca. Sonríe. Da las gracias. Empieza su conjuro. Sus canciones nos llegan
desde muy lejos: los adolescentes de los 70 del siglo pasado que tocábamos la
guitarra teníamos un repertorio de estándares en el que no faltaba “Suzanne”,
aunque con cierta licencia en los arpegios, porque éramos aprendices y había
que esquematizar los alardes. Aun así, aquella medio chiflada seguía
ofreciéndote té y naranjas de la China. Y
el Cristo -abandonado, casi humano- permanecía en su torre solitaria de madera.
Y aprendías a buscar entre la basura y las flores. Y el sol caía de lleno, como
una miel, sobre la dama del muelle. Etcétera. Y nosotros, en fin, bailábamos
aquello con las niñas, en la noche artificial de las fiestas tempraneras de los
sábados.
Ha pasado el
tiempo y ahí siguen sus canciones, más intensas aún porque se han aliado con el
tiempo nuestro, con el tiempo de adentro de cada cual, con la historia de cada
uno. Estamos en ellas.
Conmueve este
Cohen de postrimerías. Tan roto y tan poderoso. Tan de cristal y tan
irrompible. Tan sujeto a la música por casi nada: por la exactitud temblorosa
de la emoción, que es a fin de cuentas el todo. Este Cohen oferente y educado,
con su espectáculo grandioso de susurros. Este Cohen que, con apenas cuatro
notas básicas, ha sido capaz de escribir canciones que son historias, historias
que son poemas, poemas que son música, música que es un himno de intimidad.
Este trovador
dulzón y oscuro, amargo y luminoso, con su lentitud interior de emocionado
reflexivo, con su voz a media voz, con su porte de vendedor honrado de
diamantes, de hombre hecho serenamente al encogimiento de hombros y a las
fatalidades prodigiosas que nos depara el mundo, como un personaje escapado de
una página de Isaac Bashevis Singer, este Leonard Cohen, decía, parece venir
desde muy lejos cuando sale al escenario y se destoca. Parece venir de un
tiempo invulnerable al tiempo, de una intemporalidad mágica en la que los
sentimientos son inmortales, mientras nosotros vamos de paso por aquí, acogidos
a la indefinición y a la fragilidad, y alguien baila ante nosotros con un
violín en llamas.
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¡Es mi ídolo! Raro es el día que no tarareo una de sus canciones.
ResponderEliminarMe encanta tu artículo sobre él, no se podría haber expresado mejor su personalidad.
Saludos. Ana