Como concepto genérico, y a pesar
de su polisemia, el poder no tiene nada de malo ni de peligroso, al menos en
principio, como tampoco lo tiene el concepto de “veneno” o el de “alimaña”,
siempre y cuando no ingiramos un veneno ni nos topemos con una alimaña, claro
está. Como concepto aplicado, la cosa cambia un poco: en cuanto alguien llega
al poder, ya no sabe uno si se ha vuelto poderoso a secas o si se ha vuelto loco
de remate, por esa cosa intrínseca de psicopatología napoleónica que promueve
el mando sobre el prójimo, ya sea a escala de concejal o de ministro, por no
hablar aquí del trastorno de egolatría visionaria que suele afectar a los ex
presidentes de Gobierno, asunto que requeriría un tratado específico, con muchas
notas a pie de página.
Nos
preguntamos, con un tono de ligera desolación, qué ha fallado para que nuestros
organismos públicos se hayan convertido en un vertedero de corrompidos y de
buscavidas, y la respuesta no sólo es compleja, sino que admite respuestas muy
variadas, que es tal vez de las peores cosas que pueden pasarle a una pregunta.
De entrada,
los políticos llegaron a la conclusión corporativista de que tenían que estar
bien pagados para atraer al servicio público a los mejores, con la mala suerte
de que los mejores se quedaron donde estaban y que los sueldos y privilegios
que la clase política se adjudicó a sí misma acabaron sirviendo de reclamo irresistible
para una tropa variopinta de incompetentes y de espabilados…. Pero no nos
rebajemos a hablar de dinero, como si fuésemos unos vulgares magnates, y
centrémonos en otra de las respuestas posibles: lo que ha fallado son tal vez
los mecanismos de control no ya sobre las fechorías lucrativas de nuestros
gobernantes, sino sobre sus delirios cotidianos, que también se las traen.
Un
alcalde, pongamos por caso, decide construir una rotonda en cuyo centro luzca la
escultura de bronce de un aguador con su borriquillo o bien un chirimbolo conceptual
que homenajee a la
Constitución, pues de todo puede haber. Como ocurrencia es respetable,
pero, en una democracia madura, se activaría de inmediato el mecanismo de
control sobre el delirio institucional, gestionado por un organismo creado ex
profeso, que llamaría a capítulo al alcalde fantasioso y que, con el apoyo de
un profesional de la psicología, le haría entender que ni la rotonda ni la
escultura son elementos sociales de primera necesidad. Y lo mismo si un regidor
decide construir una Ciudad de la
Justicia, una plaza de toros cubierta, un museo etnográfico,
una piscina olímpica, un aeropuerto en medio de la nada o un monolito coronado
por la imagen milagrosa de la patrona de la villa.
Eso
es tal vez lo que necesitamos. Ese organismo de control. Con el inconveniente,
por supuesto, de que habría que crear otro organismo de control para controlar ese
organismo de control. Pero seamos positivos.
(Publicado el 14-5-2016 en la prensa)
No sé si es ésta una vía apropiada. Sólo quiero felicitar al autor por su excelsa novela "El azar y viceversa"
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Luis. Me alegra usted la tarde.
ResponderEliminarY ese mecanismo de control funcionaría si NADIE votara a un partido que permite a los alcaldes adscritos al mismo cometer desmanes sin tasa. Lo que pasa es que tenemos complejo de gitano votando a un partido nazi, o de dueño de una multinacional votando al Partido Comunista de los Pueblos de España, etcétera.
ResponderEliminar[El oficio (reciente) de padre me impidió acudir y arrebatarle una firma en el libro que, por supuesto, ya tengo (adquirido en Manuel de Falla: le soy fiel a mi librero). Ya lo pillaré a Usted un día por ahí, y entonces ya eso].