Como broche de esta legislatura
exprés, nuestros diputados, una vez disuelta las Cortes, se han dedicado a sí
mismos, puestos en pie, como en las plazas de toros tras una gran faena, una
cerrada ovación. ¿Qué aplaudían exactamente? Resulta difícil adivinarlo, en
parte porque me temo que ni ellos mismos sabrían precisar el motivo de su impulso
entusiasta, más propio de unos autómatas sin sentido de la oportunidad que de
unas personas a las que se les presupone esa cosa tan abstracta y de aplicación
tan versátil que conocemos como “sentido de Estado”, que es una especie de
séptimo sentido que lo mismo sirve para un roto legislativo que para un descosido
constitucional, cuando no para justificar los sinsentidos más desconcertantes.
¿Aplaudían tal
vez su incapacidad para mantener un diálogo razonable y efectivo? ¿Aplaudían
quizá lo bien que se lo han pasado manteniendo reuniones que de antemano sabían
estériles, con la mentalidad despreocupada de unos timadores disfrazados de prohombres?
¿Celebraban su habilidad como tahúres políticos que predican su desvelo por la
consecución del bien común, así las circunstancias impongan que acaben actuando
en contra del bien común? ¿Aplaudían acaso, con alivio, su liberación del
mandato plural que les hicieron las urnas?
Si se tiene en cuenta que lo
coherente y lo decente hubiese sido que salieran del Congreso con el rabo entre
las piernas, abochornados ante todo el país por su fracaso estrepitoso a la
hora de gestionar razonablemente la voluntad del pueblo al que representan, es
posible que la razón profunda de ese aplauso quede como uno de los grandes
misterios de la historia de nuestra democracia, y no estaría mal que Iker
Jiménez convocase a unos expertos en ocultismo para intentar desentrañar las
claves de ese comportamiento lunático.
Sea como sea, no me cabe duda de que las
generaciones futuras de politólogos analizarán a conciencia ese aplaudo
ostentoso, estentóreo y extemporáneo, y tal vez lleguen a la conclusión de que
fue consecuencia no sólo de la alegría natural y telúrica que caracteriza a
nuestro país en los momentos difíciles, sino también una muestra palmaria de
que la alta política española tiende a regirse por el patrón de la juerga y la
flamenquería, con el remate ineludible de unas buenas palmas por bulerías o por
tangos, así sea en el entierro de la legislatura más absurda, más decepcionante
y más inútilmente costosa de nuestra historia reciente.
Lo de aplaudir
es como lo de comer cacahuetes: una vez que empiezas, no sabes parar. De modo
que no me extrañaría que, tras las elecciones, cuando vuelva a constituirse el
Congreso, sus señorías inicien la legislatura con un emocionado aplauso de
bienvenida al día de la marmota, porque si los resultados son –como se prevé-
similares, más les vale aplaudir que llorar.
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Quizás se aplauden a sí mismos a sabiendas de que nadie lo va a hacer por ellos.
ResponderEliminarSe aplaude al final de los minutos de silencio, cuando un deportista se lesiona y se lo llevan del campo, cuando los novios se dan el "sí quiero", cuando a un colegial se le cae la bandeja en el comedor y en muchas otras ocasiones en las que no viene a cuento el gesto. Resulta un poco ridículo, pero tiene el pequeño valor de lo espontáneo y no está claro que otra cosa se puede hacer.
ResponderEliminarNo me interesa la política, pero no comparto las críticas de tu artículo. La voluntad del pueblo me parece algo complicada de entender, no digamos ya de gestionar. Quiero creer que la mayoría de los políticos no son ni tahúres ni timadores y van pasando la vida, como el resto de nosotros, haciendo lo que buenamente pueden.
Sé de buena tinta, ya extinta, que pretendían aplaudir por peteneras, o sea, a lo triste y entre hipidos lamentosos. Lo que pasa es que tampoco esto supieron hacerlo.
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