Parece claro que vivimos en una
sociedad instalada en el pesimismo, y el pesimismo –tanto a nivel privado como
a escala colectiva- suele tener muy mal remedio, al ser menos un estado de
ánimo caprichoso que la constatación forzosa de una realidad. De todas formas,
creo que ese pesimismo generalizado podría contrarrestarse mediante la
aplicación de una certidumbre de naturaleza un tanto paradójica: hacernos
felizmente a la idea de que vivimos en un país que no tiene arreglo posible. Si
partimos de ahí, si aceptamos esa evidencia, no me cabe duda de que
construiremos entre todos una sociedad tan desastrosa como la presente, pero
mucho más optimista, que es de lo que se trata.
Una
sociedad, no sé, en que nos haga gracia que nuestros principales estafadores,
en vez de estar en la cárcel, se paseen en un yate. En que nos alegre la mañana
el hecho de que nuestros más consumados corruptos tengan éxito en las urnas. En
que nos colme de orgullo el que unos independentistas reaccionarios se
presenten como una opción de progreso. En que nos parezca un chiste inocente el
que los xenófobos se disfracen de filántropos. Una sociedad en que los
redentores nos regalen el oído con la promesa de unos paraísos artificiales, aunque
para ello tengamos que renunciar a los magníficos purgatorios artificiales que
ya nos regalaron las anteriores tandas de redentores. Un país en que las cifras
del paro nos suenen a cuento de Navidad: una tragedia que, tarde o temprano,
tendrá un final feliz. Y así sucesivamente.
Tan
fácil, en fin, como eso. Nos empeñamos en ser pesimistas porque no somos
capaces de empeñarnos en ser optimistas, según nos tiene avisado el gran
Perogrullo. Acabamos alimentando una inquina irracional contra nuestros
gobernantes, con lo piadoso que resultaría el perdonarles sus faltas y
desmanes, sus ineptitudes y diabluras. Acabamos recelando de los abanderados,
con lo cómodo que nos resultaría marchar disciplinadamente detrás de cualquier
bandera que agite heroicamente algún padre adoptivo de esas patrias que se
caracterizan por ser siempre más patrióticas que las patrias propiamente
dichas. Acabamos dudando del mensaje conmovedor de quienes prometen llevarnos a
todos de la mano a la mismísima Arcadia sociológica, sin valorar como
deberíamos el mucho esfuerzo que conlleva el conseguir hipnotizar a la plebe con
el cacareo de la gallina de los huevos de oro.
Seamos
positivos. Si aceptamos, como les decía, que nuestro país no tiene arreglo
posible, el país se quedará desarreglado, porque en todo proceso revolucionario
tiene que haber una víctima, pero nosotros nos quedaremos mucho más tranquilos,
contentos con nuestro pesimismo optimista, o viceversa, y seremos así más
civilizados, más meditativos, más razonables y, sobre todo, mucho más tontos de
lo que ya somos, que es algo que nunca viene mal.
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Seamos tontos, tontos de remate!! y que todo nos resbale como a un patito lleno de jabón en la bañera!!
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