El concepto de “verdad” es uno de
los más cuestionados -generalmente con métodos ramplonamente sofísticos: “¿Qué
es la verdad?”, etc.-, y a la vez uno de los más prestigiados, hasta el punto
de que a veces incluso caemos en la tentación de escribir esa palabra con
mayúscula: la Verdad,
pues una mayúscula tiene la virtud no sólo de elevar tipográficamente cualquier
cosa, sino también de ascender a rango de ente inmortal y mitológico a lo que
se le ponga por delante, así sea la Jefatura Provincial
de Tráfico o el Real Club Deportivo de La Coruña. Una mayúscula,
en fin, propulsa y eleva, y no digamos las mayúsculas concatenadas: la Agencia Nacional
de Evaluación de la Calidad
y Acreditación, por ejemplo, también conocida como ANECA. Ante una cascada como
esa de mayúsculas, uno se siente gozosamente intimidado, y es una lástima que
las mayúsculas no tengan una pronunciación específica: alguien debería proponer
a la Real Academia
Española (otra que tal) que la fonética de las mayúsculas se diferenciase de la
de las minúsculas con un registro de voz una octava más alta, para no liarnos
ni perdernos ese disfrute.
No
seré yo, desde luego, quien arrastre por el fango algo tan elevado como la
“verdad”, sobre todo porque estoy convencido de que la verdad existe, aunque el
problema es que la mentira somos nosotros, los que intentamos buscar verdades
en nuestro paso más o menos melancólico por el mundo. Y así no hay manera:
desde la mentira que somos, ¿qué verdades vamos a engendrar? Aunque creamos estar
formulando una verdad incuestionable, será mentira. Y si decimos una mentira,
no haremos sino ser fieles a nosotros mismos, a la verdad esencial de nosotros
mismos, los mentirosos.
Creo,
no sé, y ojalá me equivoque, que hemos inventado el concepto de “verdad” por la
misma razón por la que hemos inventado El Dorado y el Olimpo, el alma inmortal y
los duendecillos cantores de los bosques encantados, los gamusinos y el mito de
la Atlántida:
sencillamente porque somos unos mentirosos.
Aplicado
a la política, el concepto de “verdad” deja de ser un concepto imaginario para
convertirse en un concepto cómico. En política no son verdad ni las
matemáticas, ya que en unos presupuestos generales, pongamos por caso, dos más
dos no son lo que suelen ser en la vida ordinaria, sino una especie de número
de cualidades esotéricas sujeto a la interpretación y a la controversia, cuando
no a la pura bronca parlamentaria. Nuestros políticos parecen haberse dado
cuenta mejor que nadie de que con la verdad no se va a ninguna parte, y menos
que a ninguna parte a un sillón presidencial o a una poltrona ministerial, de
manera que se han visto obligados a refinar el arte de la mentira hasta un
extremo que ya quisieran para sí los adivinos televisivos de la madrugada.
Mienten sobre el pasado, sobre el presente y sobre el futuro. Mienten con los
datos, con las estadísticas y con las previsiones. Mienten ante los
periodistas, ante los jueces, ante nosotros y sobre todo se mienten entre
ellos. Mienten con tanto convencimiento, que hasta parece mentira tanta
mentira.
Y
eso tiene un mérito, la verdad.
.
Recuerdo lo que dijo Disraeli (aunque, al parecer, atribuyéndolo a Mark Twain) sobre la existencia de "mentiras, grandes mentiras y estadísticas".
ResponderEliminarPues sí que tiene su mérito, pero más lo tiene el ciudadano que va a votar al mentiroso. Vamos, un lío.
ResponderEliminarDe todas maneras y en otros términos si alguna vez sabes diferenciar entre verdades y mentiras me encantaría que me enseñaras. Lo mismo hasta las mayúsculas se escriben con minúsculas o viceversa, ya puestos...
Cuando hablas eres tu mismo, cuando escribes puedes ser quien tu quieras. Afrontar la situación sin humor es ir contra uno mismo.
ResponderEliminarHay algunos que quieren decir la verdad pero no pueden; la mayoría puede decir la verdad, pero no saben.