(Publicado el sábado en la prensa)
A las campañas electorales les
pasa lo mismo que a las campañas navideñas: que sabemos cuándo acaban, pero no
exactamente cuándo empiezan. Hay quienes suponen que un político está en
precampaña desde el día siguiente al de su toma de posesión, y buena parte de
razón llevan en eso, aunque no toda: cualquier político electo sabe que dispone
de unos tres años y medio para fastidiar a los votantes y de aproximadamente un
semestre para prometerles el paraíso en la tierra. Entre generales, autonómicas
y municipales, nos pasamos la vida en una venta de motos, como quien dice. En
el tiempo feliz de las ocurrencias en torno al porvenir.
Los
programas electorales vienen a ser los cuentos de hadas de los regímenes
democráticos: algo que todos sabemos que es mentira y fantasía, pero que nos
gusta que nos cuenten. Detrás de los redactores de un programa político hay
siempre un equipo de fabuladores que
saben transformar al candidato X en el príncipe de la armadura plateada
que asesinará al dragón que tiene cautiva a la princesa pálida de la economía,
que saben presentar a la alcaldable Z como la maga de la varita mágica que
convertirá en un cofre repleto de monedas de chocolate la deuda municipal
heredada del anterior equipo de gobierno, cuya gestión funesta propició la llegada
de la era de las tinieblas, en la que todo fue miseria y desolación, bosques
neblinosos con fieras administrativas que devoraban a los inocentes, y tristeza,
mucha tristeza colectiva: el mismísimo país de Mordor.
Creo,
no sé, que las campañas electorales podrían durar como mucho un día, tiempo
suficiente para que los candidatos nos expusieran el relato de ciencia-ficción
que cada partido haya considerado más convincente para trasladar a los votantes
a unas regiones imaginarias que suelen estar situadas entre la Arcadia y Shangri-La. Los
catorce días restantes deberían dedicarse a la exposición de sus planes por
parte de los poderes económicos, lo que tendría la virtud de contrarrestar el
efecto de esas fábulas risueñas con unos desasosegantes relatos de terror. La
realidad resulta menos apacible que los sueños quiméricos, pero es la realidad,
a la que la propia realidad se encarga de devolvernos en cuanto perdemos un
poco el rumbo.
Vivimos,
en fin, en un régimen de ficciones mutuas: los políticos nos pregonan un futuro
que se parece mucho a un lugar que está fuera del tiempo y nosotros, a pesar de
los escarmientos padecidos, nos resignamos a dar por hecho que los políticos
tienen nuestro futuro en sus manos, unas manos inmaculadas con respecto a ese
futuro ilusorio, aunque por lo general manchadas de pasado.
Los
discursos políticos acaban girando sobre sí mismos, lo que viene a ser como
decir que giran sobre la nada. Quizá porque la política ha perdido eso, lo
básico: el punto de intersección con la realidad común. Y todo suena irremediablemente
a cuento. Chino.
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El discurso mas trascendente de la historia se basó en la ciencia ficción, Reagan avisó en la sede de la ONU del peligro extraterrestre, y eso motivó que no aceptara el fin de armas nucleares que le propuso Gorbachov.
ResponderEliminarEs más fácil creer en extraterrestres que en promesas políticas.