Si no existe un protocolo para
algo –lo que sea-, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ese algo –sea lo
que sea-, a la espera de que alguien establezca un protocolo concreto para ese
algo inconcreto. Si no dispones de un protocolo de actuación, en fin, lo más
prudente es que te conviertas de manera instantánea al budismo y te acojas al
privilegio de la vida contemplativa.
El
mejor protocolo es, por supuesto, el que exige establecer un protocolo. El
protocolo de protocolar, digamos, lo que de paso nos plantea un enigma parecido
al del huevo y la gallina, ya que no sabemos si fue antes el protocolo como
cosa en sí o -una vez comprobados los beneficios de acogerse a un protocolo- la
decisión imperiosa de establecer un protocolo para todo aquello que antes se
llevaba a cabo con un menosprecio irresponsable por el protocolo, que era algo
que como mucho nos sonaba a duquesa de Proust a la hora de repartir los sitios
en la mesa.
Una
orfandad protocolaria deriva en confusión y –por qué no decirlo- en
desconsuelo: si no dispones de un protocolo, estás más cerca de las tribus
salvajes que de nosotros, que hemos llegado a la conclusión –en modo alguno
protocolaria- de que el protocolo es una guía infalible para hacer las cosas
con arreglo a un protocolo, ya que sin protocolo te pierdes lo mejor: el
protocolo mismo.
A
tanto ha llegado el prestigio del protocolo, que hay quien establece categorías
de protocolo, lo que no deja de ser un protocolo inmejorable para llegar a la
raíz identitaria del protocolo. Ayer mismo, un experto en algo hablaba prodigios
del protocolo, pero advertía de la existencia de un ente hasta entonces
desconocido para los demás: el “protocolo móvil”, que, según la explicación que
tuvo la amabilidad de ofrecernos, es aquel que se aplica cuando se comprueban
fallos en el protocolo. Con lo cual nos llevamos una alegría y un disgusto: la
alegría de la movilidad intrínseca del protocolo, lo que lo libera de la
rigidez en sus aplicaciones, y el disgusto en cambio de saber por boca de un
experto que el protocolo no es infalible, cuando todos estábamos convencidos de
que disponer de un protocolo era una garantía de certidumbre. De todas formas,
el hecho de que un protocolo pueda fallar no debe llevarnos a una abjuración
del protocolo en abstracto, pues siempre nos quedará ese protocolo móvil que
repara sobre la marcha los errores protocolarios del protocolo fijo, de modo y
manera que podemos llegar a la conclusión consoladora de que el protocolo tiene
la facultad de saltarse con pértiga el protocolo en función de las meteduras de
pata internas del protocolo, que se nos revela así como una normativa con
capacidad centrífuga para ahuyentar sus defectos y afrontar por tanto, con
absoluta solvencia protocolaria, sus aplicaciones centrípetas, o similar, según
establezca el protocolo.
(Publicado el sábado el prensa.)
Alguno aprovecha el prestigio de acudir a actos protocolarios con el fin de vender contactos, hay corruptos que se nacen para serlo, el caso es figurar y engañar.
ResponderEliminarA mí las palabras que solo tienen "os" me dan mala espina.
ResponderEliminarAh, por cierto: enhorabuena por lo del tren. A ver si lo pillo. Al tren no, al relato.
ResponderEliminar