Entre los políticos no parece
haber cosa más impopular ni más desprestigiada que el populismo, término que ni
siquiera está recogido en el diccionario de la RAE, lo que lo convierte en una especie de
entelequia: algo así como un gamusino ideológico. Esa impopularidad y ese
desprestigio resultan más misteriosos de lo que son de por sí si se tiene en
cuenta que el populismo es una práctica común a todas las formaciones políticas
y a los políticos de todas las jerarquías, que tienen la facultad casi
esotérica de intuir los recursos populistas únicamente en sus adversarios. Como
paso previo a una definición más ajustada, podríamos acordar que el populismo
es algo que sucede siempre en sede ajena.
En
política, el populismo tal vez no sea tanto una estrategia como una fatalidad,
en gran parte porque el pueblo mismo es populista: nos divierten más los
discursos inverosímiles que los discursos razonables, nos hechiza más la
ficción que la realidad, nos intranquiliza más el futuro que el presente y, por
si fuera poco, nos convencen más los cuentos
–incluido el de la lechera- que las cuentas, lo que tal vez diga mucho a
favor de nuestra naturaleza imaginativa, aunque tal vez un poco menos de
nuestra naturaleza meditativa, por no hablar aquí de nuestra inmunidad al
escarmiento. El político que decidiese renunciar al beneficio de las prácticas
populistas tendría en principio que presentarse a las elecciones sin un
programa electoral, ya que los programas electorales constituyen una de las
ramas más frondosas de la literatura fantástica.
Al fondo de
todo esto, lo que late es tal vez una gran melancolía colectiva: necesitamos
gestores, pero también redentores; necesitamos gobernantes, pero también
profetas. Necesitamos, en definitiva, que nos engañen un poco, aunque al final
el engaño resulte desproporcionado: una estafa masiva a partir de la retórica.
Una retórica que lo mismo sirve para prometer que para justificar el incumplimiento
de las promesas. Y es que el populismo no se sustenta tanto en la oferta de
imposibilidades como en la impunidad de ofertar sin otro fundamento que el de
un reclamo, con la garantía además del blindaje de los mecanismos democráticos
para dejar de ser democráticos al día siguiente al de unos comicios.
Todo político
es populista no sólo por definición, sino también por indefinición: cuando
tiene que ajustar la realidad a su programa, lo normal es que acabe ajustando
su programa a la realidad, y ahí cabe todo, empezando por el incumplimiento del
programa mismo. Es el problema de jugar con irrealidades.
El populismo
viene a ser el dopaje de los políticos: la trampa para ganar, el plus de
fortaleza fraudulenta. Empezando por el populismo que supone el acusar de
populista al competidor: el tramposo que denuncia al fullero. El comediante
enmascarado que se escandaliza, en fin, de que sus compañeros de reparto lleven
máscara.
(Publicado ayer en prensa.)
Resulta irónico que el PSOE (Reloaded) de Pedro Sánchez defina a Podemos con ese término. El ascenso y victoria de Zapatero en 2004 posee todas las características del peor populismo made in Spain.
ResponderEliminarUn saludo desde mi paracaídas ardiendo.
Todo populista es un seductor, es alguien persuasivo, y sus armas de seducción van de la conmiseración y la caridad hasta las buenas promesas incumplidas; reprochar al galán ajeno por un recurrente chascarrillo o por una sonada bravata, cuando no de una demagógica estrategia de captura de votos, no deja de ser como una crítica de estilo, una torpeza para los más refinados retóricos; entre la conversión y la convicción hay poca distancia política.
ResponderEliminarAy, qué ratito más güeno.
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