Nuestra prenda más íntima es al fin y al
cabo el reloj.
miércoles, 27 de marzo de 2013
jueves, 21 de marzo de 2013
LA MALA SUERTE
.
EL ÚLTIMO TRAGO
Ese momento aterrador en que alguien, al final
de un banquete, se pone en pie y golpea una copa con la cucharilla del
postre, como una amenaza tintineante de retórica achispada y ligeramente
agramatical...
lunes, 11 de marzo de 2013
PESADILLAS
Resulta injusto tener malos
sueños, de igual modo que resulta injusto que en nuestro idioma esos malos
sueños se designen con una palabra que tiene un sufijo diminutivo: “pesadilla”.
Si alguien dice que ha tenido una pesadilla, no podemos compadecernos de él, y
no por falta de piedad, sino por culpa precisamente de ese sufijo, que hace que
la pesadilla suene a terror de pacotilla, a una desazón que tiene menos que ver
con los fangales psicoanalíticos que con los dibujos animados. Si esas malas aventuras
se designasen mediante una palabra un poco más grandilocuente, las pesadillas
perderían ese matiz un tanto cómico que les otorga su designación, ya que
incluso la palabra “gastroenteritis”, pongamos por caso, resulta más solemne
que la palabra “pesadilla”, a pesar del prestigio freudiano que tiene la
pesadilla frente a la carencia de cualquier prestigio que tiene la
gastroenteritis.
Al
margen de ese inconveniente, el caso es que todos los sueños deberían ser
placenteros, una vez descartada la posibilidad de que no soñásemos, que sería
lo idóneo. Incluso el más desdichado de los seres debería ser feliz al soñar,
siquiera fuese para compensarle de las angustias propias de su vigilia, por
muchas y adversas que fueran. Los sueños deberían localizarse siempre en
jardines de tipo versallesco o, como poco, en uno de esos cuadros con cascadas
idílicas, iluminados por detrás para fingir que fluyen, que hay en algunos
restaurantes chinos. Pero, tal como están las cosas por dentro de nuestra
mente, lo más normal es que si soñamos con un jardín versallesco, acabemos en
la guillotina y que si soñamos con la cascada china acabemos medio ahogados, o
en el mejor de los casos perseguidos por un malhechor experto en artes
marciales.
Hay
una injusticia flagrante, ya digo, en el hecho de trasvasar nuestros temores,
nuestras frustraciones y nuestros desasosiegos –y todo lo turbio, en fin, de
nosotros- a esa especie de yo vicario que somos mientras dormimos, a ese
fantasma que recorre sin rumbo los ámbitos de irrealidad de su pensamiento y de
su sentir. No nos merecemos esos abismos, no nos merecemos esas resurrecciones
aleatorias de difuntos, no necesitamos que los vivos mueran en falso, no hemos
hecho nada para que a lo largo de un sueño nos apuñalen o nos encierren en un sótano
antes de ejecutarnos sin saber por qué y sin un juicio medianamente justo,
porque las cosas que pasan allí se rigen por las leyes atolondradas de un azar
en estado de sonambulismo. (Covarrubias, en su diccionario, define la pesadilla
como “un humor melancólico que aprieta el corazón con algún sueño horrible,
como que se carga encima un negro, o caemos en los cuernos de un toro, etc.”)
La
pesadilla tal vez sea la constatación de que el mundo es, en general, un mal
sitio para nosotros, así como la prueba casi irrefutable de la tendencia humana
al melodramatismo sin fundamento. El síntoma evidente, en definitiva, de que
somos defectuosos. De que el sufrimiento nos vence incluso cuando cerramos los
ojos como una petición de tregua. Aunque luego venga quién sabe qué.
.(Publicado en prensa el sábado.)