Bueno, esta noche a ponerse el disfraz. Esta noche a
echarse a la calle. Esta noche a andar por ahí disfrazado de guerrero ninja, de
vikingo, de emperador de Roma. Esta noche a no ser nadie, a no ser nada. A
dejarse llevar.
En los bares habrá princesas
de muchísimos reinos, una congregación anómala de princesas errabundas: la
princesa del país de las mujeres pantera, la princesa del país tenebroso de las
brujas, la princesa de la soledad, con su maquillaje de difunta y su vaso en la
mano, a la espera de un caballero de corazón limpio y de limpio linaje que la
libere de alguna maldición medieval escalofriante. En los bares habrá
esquimales y chinos de pega, habrá magos, domadores de circo, trogloditas,
mosqueteros… Pelucas afro, pelucas rojas, verdes, del color mismo del oro
bruñido; empolvadas pelucas dieciochescas… Antifaces de pedrería, máscaras
anatómicas de monstruo, de asesinado, de muñeco que contempla el horror…
Esta noche, a la calle. A
jugar a no ser.
Hay quien supone que los
disfraces revelan frustraciones de identidad, que son el indicativo freudiano
de nuestros anhelos secretos. Una suposición arriesgada, se mire como se mire,
porque, de ser eso así, podemos darnos cuenta de que nuestros amigos quisieran
ser drag-queens, piratas temerarios,
soldados de una guerra en el Oriente; de que nuestra novia alimenta el
desconsuelo de no haber nacido cabaretera, de no haber nacido walkiria o
teletubbie; de que nosotros mismo estamos psicológicamente machacados por el
hecho de no haber sido el emperador de los austrohúngaros, o un gángster de
alma gélida, o un trovador provenzal que tocase el laúd debajo del balcón de
las doncellas soñadoras. Cualquiera sabe.
Como es noche de carnaval,
hagamos filosofía de baratillo, metafísicas de todo a un euro. ¿Quiénes
querríamos ser? ¿Qué extravagante forma de vida, distinta por completo a la que
nos ha caído en suerte, alienta en lo más recóndito de nuestras quimeras, en
nuestro trastero de quimeras?
Esta noche habrá por ahí
gente disfrazada, fugitiva de sí. Porque la verdad es que te pones un traje,
qué sé yo, de astronauta y es como si fueras otro, un astronauta heterodoxo y
parlanchín que bebe gintonics sin parar y que intenta llevarse a la cama a una
vampira, a una sultana de ojos entenebrados por el khol o a una mujer gato. Te
pones un disfraz y parece como si huyeran de ti tus fantasmas, como si te
lavasen por dentro, porque durante unas horas vas a poder ser quien nunca has
sido, un fantoche de ti, caricatura alegre de tu ser, mamarracho que asume el
no ser nada.
Esta noche, a la calle. De
lo que sea. A sorprendernos de nuestra propia sombra reflejada en el asfalto
regado de confeti.
Esta noche, a la calle. Que
tiempo habrá de cuaresmas. Que tiempo habrá de ser nosotros mismos. Que tiempo
habrá de ponerse el disfraz de todas las mañanas.
Imprescindible dejarse de ser siempre el mismo, nuestro trastero de quimeras. Gracias Felipe
ResponderEliminarNunca me disfracé, no me gustaron los disfraces. Pero he de reconocer que quizás tengan su encanto, todo un espectáculo de rostros nuevos. Como en las películas, en el teatro. Todos queremos una oportunidad de no ser los mismos cuando actuamos.
ResponderEliminarTambién existe mañana de carnaval:
http://youtu.be/nVkDfnGobmI
Saludos