Hay días en que tiene uno tantas
cosas sobre las que escribir, que se queda en blanco. Hoy es uno de esos días.
Les confieso que, de tantos principios posibles como tengo, no sé por dónde
empezar, de modo que empezaré por cualquier cosa. Por observar una moneda de un
euro, pongamos por caso. Tras un rato de observación, me pregunto qué parte de
esa moneda es en realidad mía, qué parte pertenecerá al Estado cuando tribute
por ella, qué parte al FMI, qué parte al BCE, qué porcentaje acabará,
caritativamente, en algún banco hundido, etcétera, y llego a la conclusión de
que mi euro vale como mucho 30 céntimos, de modo que, antes de que se devalúe
más, me apresuro a gastarlo, a pesar de que hoy resulta difícil comprar algo
que cueste un euro incluso en las tiendas de todo a un euro.
Entro en una
tienda de esas, en fin, y me pongo a inspeccionar el género. Hay una diadema de
plástico con adornos plateados que no está mal, pero acabo comprando una
brocha, ya que si bien es verdad que ahora mismo no necesito una brocha, es muy
probable que una diadema no vaya a necesitarla en lo que me quede de vida,
suposición fundamentada en el hecho objetivo de que jamás he necesitado una
diadema con adornos plateados, aunque con ese tipo de cosas nunca se sabe.
Salgo de la tienda, en fin, con mi brocha y me digo: “Has hecho una buena
inversión”, porque lo más probable es que alguna vez la necesite. Entre tener
un fondo de pensiones o una brocha de un euro, estoy por decir que es
preferible la posesión de la brocha, que al fin y al cabo es un valor tangible.
De
repente, me asalta una inquietud: ¿cuánto dinero me queda en el banco? De
manera que para el banco me voy. Llego al cajero automático, hago la consulta
correspondiente y compruebo que mi saldo no es negativo. “Uf”, exclamo. “Suerte”,
les deseo a las damas y caballeros que han esperado a que yo haga mi consulta
angustiada para hacer ellos, angustiados, la suya. Con ese dinero que me queda
decido costearme un viaje, una costumbre -la de costearse los viajes privados-
que parece estar cayendo en desuso. Así que me planto en una agencia de viajes
y pido presupuesto para un crucero más o menos exótico, en el caso de que el
pueblo vecino al nuestro no represente un lugar exótico, asunto sobre el que
podríamos discutir. El empleado me da dos precios, con una diferencia notable
entre ambos, a pesar de ofrecer un trayecto parecido y unas prestaciones
similares. “¿A qué se debe la diferencia?”, le pregunto. Él mira alrededor,
agacha la cabeza, hace gancho con un dedo para que me acerque y me susurra: “Es
que el barato es de los que se hunden”. Le pregunto que cómo puede ser eso.
“Verá usted, es que había que cortar esa popularización excesiva de los cruceros,
¿entiende? La gente ha estado viviendo por encima de sus posibilidades, lo que impide
que ahora los bancos puedan vivir por encima de las suyas, ¿me explico?”.
Yo,
la verdad, no entiendo nada, pero le digo que vale, que me reserve un pasaje en
el que se hunde. Supongo que ya me rescatarán.
Aflora el mejor F.B.R en estas líneas. Menos mal que nos queda la mordacidad. Lo demás ya ni para el rescate, me temos.
ResponderEliminarGracias, maestro.
Mil saludos
MArian
Como canta Diego Carrasco " todos somos inquilinos del mundo " y en el caso de España si no arreglamos el barco iremos al desguace , esperemos no nos desalojen .
ResponderEliminarChao