Como, según nos dicen, las
entidades bancarias están bastante mal (en parte porque somos morosos con
respecto a ellas y ellas en cambio rumbosas con respecto a nosotros), me temo
que no se demorará el momento en que los dueños de los bancos nos regalen los
bancos. Se ve venir. Un banco se supone que debería atraer dinero, pero se ve
que solo trae problemas, incluido entre esos problemas el de tener que ganar dinero
vendiendo dinero, que es algo tan misterioso como lo sería el hecho de montar
un asador de pollos no para ganar dinero, sino para ganar pollos a un 4% TAE.
Como
nadie se va de esta vida sin padecer su ración de mala suerte, lo probable es
que acaben regalándome un banco. Lo intuyo. Lo sensato sería no aceptar ese
regalo tóxico, pero lo cortés, que no quita lo valiente, quita a veces lo prudente, y me temo que al final me veré
como propietario desconcertado de una empresa en declive. ¿Pediré un rescate?
De momento, no puedo asegurar nada al respecto, porque el proceso de cualquier rescate
ha de ser no sólo sigiloso, sino incluso clandestino. Es probable que lo pida y
es probable que no, por decirlo al modo gallego. Dependerá de cómo me encuentre
la caja fuerte, aunque me temo no lo peor, pues soy de natural optimista, pero
sí lo más malo.
Sea
como sea, mi nueva condición de banquero habrá de exigirme un tren de vida
acorde con mi estatus y, según nos demuestra la experiencia, el hecho de que un
banco esté en la ruina no es motivo alguno para que también lo estén sus
propietarios y directivos, que siempre saben encontrar monedas de oro entre los
escombros.
¿Qué me
compraría, al ser el gasto suntuario uno de los signos externos de la opulencia?
No sé, tampoco es que ande uno falto de cosas ni sobrado de ansiedades
concretas. Me compraría, qué sé yo, un reloj Cartier de esfera redonda (porque
en la metafísica de la relojería se contempla la existencia de la “esfera cuadrada”),
aunque no el original, porque no están los tiempos para eso, sino una imitación
muy pasable que me ofrecieron de tapadillo en un puesto de Chinatown, en Nueva
York, y que el amable minorista, después
de un regateo a la manera oriental, me dejaba en 40 dólares, aunque yo, que
venía de comprar baratijas para toda la familia, sólo llevaba en la cartera 35,
y tenía que coger luego el metro, de modo que allí se me quedó el falso Cartier,
para dolor de mi ánimo. Iría a Nueva York con mis 40 dólares en el bolsillo y
satisfaría, en fin, ese deseo postergado y modesto.
También me compraría un reloj
Montblanc de esfera negra, de un modelo que me parece que ya no se fabrica, aunque el original, porque las
falsificaciones de esa marca no son demasiado buenas. Me compraría una guitarra
Gibson 335 de tapa roja, con puente Bigsby; una Telecaster de los 60 y una
Martin de gama alta. (Tengo varias guitarras, y las toco poco y mal, pero los
millonarios podemos permitirnos el pecado venial de la acumulación.) Iría a
Londres, me acercaría a Cecil Court y compraría en una tiendecita que hay allí,
dedicada a la compraventa de cachivaches de época sobre todo victoriana, un
Mercurio de bronce muy parecido al que lucía, de latón siempre reluciente, en
el mostrador de la farmacia que había cerca de casa cuando yo era niño, y que
me magnetizaba: el dios veloz, con su casco alado, con sus pies alados. (No
pude comprar aquel otro de bronce no porque fuese demasiado caro, sino porque
pesaba algo así como un par de kilos y yo viajaba a la vuelta con Ryanair, con todo lo que
eso implica de respeto escrupuloso a las balanzas. Pero, en mi nueva condición de banquero,
volaría con cualquier otra compañía, o en un vuelo privado incluso, a costa del
beneficio de las participaciones preferentes, por ejemplo, y volvería a casa
empujado por las dos alas del avión y por las cuatro del dios Mercurio, aparte
de por las alas invisibles del poder, pensando yo en inversiones y en ese tipo
de cosas.)
Aparte de todo
eso, me compraría… Pues no sé qué más, la verdad. Creo que con eso iría no solo
bien, sino incluso sobrado, porque tampoco se trata de darse el capricho de
satisfacer todos los caprichos. No tener nada provoca el ansia de querer tener
todo, o al menos algo, pero tener todo provoca el ansia de no poder desear ya
nada. Además, casi todo lo valioso deja de tener valor real en cuanto lo
poseemos: somos peculiares.
En
resumidas cuentas: que me compro esas cosas y luego rifo el banco. Y suerte a
quien le toque en suerte.
.
¿Y una editorial?
ResponderEliminarEse sería, sin duda, el mejor regalo que podría hacerme, Amando.
ResponderEliminarNos regalan las perdidas de bancos y cajas y sus miles de prejubilados de 3000 euros , el caso es que el enfermo está muy grave pero se sigue robando sin vergüenza .
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