En un programa de radio, le
preguntaron a un político catalán cuáles serían las palabras que le gustaría
pronunciar justo antes de morirse. No lo dudó: “Cataluña”. Bien. Irse de este
mundo con el nombre de la patria en los labios tiene algo de gestualidad
heroica, aunque el político en cuestión corre el riesgo de que los parientes
que tenga a su alrededor durante el tránsito al trasmundo lo tomen por víctima
de esa especie de chaladura aterrada que suele provocar la inminencia de la defunción,
que es siempre un paso importante en la vida de cualquiera, aunque generalmente
para mal. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que ver de manera específica la muerte
con Cataluña, salvado el detalle de que los catalanes se mueren como todo el
mundo?
El nacionalismo
suele tener menos relación con la política que con el sentimentalismo, de modo
que no hay nada raro en esa aspiración a irse de este mundo pronunciando el
nombre de una entelequia histórico-administrativa. Lo raro sería que un
político gallego o extremeño dijese que le gustaría irse al garete definitivo
pronunciando esa palabra: Cataluña. Pero que lo diga un político catalán no
tiene nada de raro, y hasta me parece normal, de igual modo que me parece
normal que un político capadocio se despida de este mundo con la palabra
“Capadocia”.
Quienes
tenemos la mala suerte de no ser político de profesión ni de formar parte de
una comunidad histórica (los que hemos vivido durante siglos al margen de la
historia misma, como quien dice) nos vemos obligados a conformarnos con cosas
más pequeñas que la patria o incluso que la micropatria, porque en la
identificación telúrica existen grados, como en todo: hay quien se siente
esencialmente andaluz, así en general, y hay quien se considera esencialmente alcalareño,
de Alcalá de los Gazules, entre otros muchos alcalases posibles. Que las
últimas palabras de un alcalareño esencial sean “Alcalá de los Gazules” es un
fenómeno no sólo enternecedor, sino además pintoresco: “Alcalá de los Gazules”,
y a tomar por saco. Y que sus deudos, con los ojos enturbiados por las
lágrimas, pueden decir: “Sus últimas palabras fueron Alcalá de los Gazules”.
A mí, cuando
me llegue el turno, me gustaría que mi última palabra fuese, no sé,
“paralelepípedo”, porque estoy seguro de que si consigo pronunciar bien esa
palabra esdrújula y heptasilábica en un momento tan delicado, lo más probable
es que no me muera tan pronto, ya que para pronunciar bien “paralelepípedo” hay
que tener un resto notable de salud. Es una palabra a prueba de moribundos,
como pueden serlo asimismo otras como “marcescente” o “paraboloidal”.
Eso sí: cuando
me dé cuenta de que me muero de verdad, lo más probable es que pronuncie la
palabra “Chipiona”, localidad vecina a la de mi nacimiento. “Por qué
Chipiona?”, se preguntarán ustedes. Pues muy sencillo: para brindar un dilema a
mis deudos y que sigan hablando de mí después de mi muerte: “¿Por qué diría
Chipiona?”. Sería una forma de eternidad, dentro de lo cabe.
¿Qué
importancia tienen, en fin, nuestras palabras últimas si, en realidad, no
tienen importancia la mayoría de lo que decimos a lo largo de nuestra vida?
Somos artistas del blablablá, y queremos despedirnos del mundo como tales
artistas. “Cataluña”, o lo que sea. “Chipiona”. Pues muy bien. Y RIP.
.
Siempre me han llenado de desasosiego las últimas palabras de Bécquer, al que idolatro desde niño. Como usted sabe, su amigo Rodríguez Correa escribió que fueron: "Todo mortal".
ResponderEliminarPero más altura (propia, por otra parte, de la hija -que lo era- del coronel Suárez, héroe de Junín y tal y tal) tienen, a mi juicio, las que pronunció la abuela de Borges cuando su familia, compungida, la rodeaba en el lecho de muerte, momentos antes del final: "¡Déjenme morir tranquila, carajo!"
Si algún día muero (espero que no hagan una excepción conmigo, aunque no lo descarto del todo), me gustaría poder gritar, como cuando acabábamos la mili y salíamos por última vez del cuartel: "¡Ahí sos queái, cabrone!"
¿Qué importancia tienen? Ninguna. Del mismo modo que no importa nada de lo que podamos decir en vida, salvo para nosotros mismos -si es que acaso tenemos claro 'lo que somos'- tampoco, lo que vayamos a decir en nuestro lecho de muerte; pues o bien será tergiversado, o manipulado por las dichosas emociones de aquellos que tengan la mala suerte de estar presentes y por tanto, habrá perdido el sentido último que quisimos decirles balbuceantes -encima eso, puede que no se nos entienda- y temblorosos como todo buen principiante.
ResponderEliminarMejor es callarse.
Me has hecho pensar en una versión retorcida (y abreviada) de las Mil y Una Noches... y en una Shéhérezade maliciosa a la que se le concediera una última palabra, una sola, antes del traspaso... y que, la muy ladina, fuese encadenando sílaba tras sílaba... durante toda la eternidad...
ResponderEliminarPues yo, aunque el individuo no sea santo de mi devoción, me quedo con las de Freud: "¡Esto es absurdo!"
ResponderEliminarPara mí, lo único que dijo con sentido en toda su vida.
Hay gente que desperdicia sus últimas palabras para continuar con la misma línea de todas sus anteriores intervenciones. Saludos
ResponderEliminarY sí, en eso estaba yo pensando: que la última mía sería un taco.
ResponderEliminarPues si está uno en condiciones de elegir y de pronunciarlas, yo dirría "El siguienteee"
ResponderEliminarhttp://eseinstantefugaz.blogspot.com.es/
Y qué les parece "hasta luego Lucas"...
ResponderEliminarMagistral ridiculización del nacionalismo vocativo. Deshuévome.
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