Hay diccionarios de todo. O –seamos prudentes- de casi todo. (Por haber, hay diccionarios de diccionarios.) Diccionarios de mitología, de escuelas de pensamiento, etimológicos, de dudas, de términos literarios, fraseológicos, de esoterismo, de sueños, de personajes literarios, de celebridades históricas, de cocina, de filosofía, de sinónimos y antónimos, de parapsicología… Se trata de un mercado muy surtido, y está muy bien que sea así, porque no hay grado de sabiduría que logre superar nuestro grado de ignorancia.
Decía Platón, en un día de optimismo genuinamente platónico, que aprender es recordar, pero es posible que la condición indispensable para aprender sea más bien la de ignorar, aunque se da la paradoja de que, cuanto más aprendemos, más nos queda por aprender, al ser el de la consecución de la sabiduría una especie de trabajo de Sísifo. De ahí la confesión célebre de Sócrates, aquel desdichado suicida a la fuerza: “Sólo sé que no sé nada”, frase que suelen emplear con orgullo las personas ignorantes que buscan apoyaturas prestigiosas para hacer ostentación de su ignorancia.
Un diccionario de la lengua es un tesoro, hasta el punto de que como tal tesoro eran presentados algunos diccionarios antiguos por sus autores, conscientes de que hacían un regalo sin par al mundo.
Hay personas que, a la pregunta tonta de qué libro se llevarían a una isla desierta, responden que el Diccionario de la Real Academia Española. Como experimento no está mal, pero mucho me temo que tales personas acabarían medio locas o locas del todo, ya que la lectura sistemática de un diccionario, al no ser libro de lectura sino de consulta, no sólo nos advierte de nuestro porcentaje apabullante de desconocimiento de nuestra lengua, sino que además nos ofrece un catálogo exhaustivo de las cosas de la realidad, ya sean visibles o invisibles, ya abstractas o concretas, ya palpables o imaginarias, y lo que menos necesita un ser abandonado en una isla desierta es recordar todos los prodigios conceptuales o industriales que el género humano ha añadido al universo.
Contaba el poeta Ángel González la historia de un alemán al que se le metió entre ceja y ceja aprender el idioma español con la ayuda exclusiva del diccionario de la Academia, sin gramática ni maestros, y presumía el hombre de aprender cada día tres palabras, lo que al año suponía un millar largo de ellas y al decenio unas once mil. Al quinto año de ocupación tan pintoresca y afanosa, se le acercó un desconocido en un bar de Zamora para pedirle fuego y el alemán se lo dio con afabilidad, pues ni siquiera el más tacaño de los seres niega a nadie un poco de fuego. Entablaron conversación, y explicó el alemán al zamorano su método de aprendizaje de nuestro idioma, de lo que se admiró grandemente el nativo, pues, a ojo de cubero, dio por sentado que el foráneo manejaba más léxico que él. “En efecto”, dijo el alemán. “Tengo ya casi todo el diccionario aquí: en el culo”, y se señaló la frente, error que dejó aturdido al principio al zamorano y divertido luego.
Hasta la próxima.
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Pues yo estoy de acuerdo con Platón, pero es que a veces se recuerda mal (como el alemán).
ResponderEliminarSaludos.
Ahí, en el culo es donde muchos tienen almacenado su léxico. Saludos cordiales.
ResponderEliminarCuando era pequeño,feliz e irresponsable acaricie el proyecto de leerme el diccionario entero...felozmente desisti a tiempo
ResponderEliminarUn abrazo
A. Pombo en una entrevista a propósito del nuevo diccionario de Gramática de la RAE dijo que como el de significados los diccionarios están bien para apoyarse, físicamente como quien quiere auparse a lo alto de una estantería por ejemplo, y metáforicamente también ante la vastedad de la inventiva humana; y como glosa a la graciosa anécdota yo diría que nuestro alemán quería decir que estaba del diccionario hasta la mismísima coronilla, pero del hartazgo le salió un sinónimo más fuerte y anátómicamente errado.
ResponderEliminarCortázar lo llamaba el cementerio, si no recuerdo mal.
ResponderEliminarTiene su peligro, claro.
Como dije alguna vez, Se puso a dar vueltas como una galdrufa, pero yo me di cuenta de que por uebos aquello era una cancamusa, así que le di un pasagonzalo y, del disgusto, fui a ponerme una pítima (a la que le añadí el pistilo de una liliácea hexapétala, convirtiéndola entonces en un socrocio), que me quedó tan bien que no me marqué un epinicio por un jeme.
Más clarito, agua.
Pero qué divertido es a veces jugar con él.
ResponderEliminarUn abrazo!!!