En teoría, una entidad bancaria tendría mucho de entidad filantrópica si en la práctica no tuviese nada de entidad filantrópica, y mejor así tal vez, ya que a un banco de talante filantrópico apenas podríamos concederle unos seis meses de existencia, y aun eso si el ímpetu filantrópico no se le desmandase, pues no existe coladero mayor para el capital que el amor al prójimo, que resulta tan costoso como el odio al prójimo a escala global, según nos demuestran los índices mundiales del gasto bélico: casi tan caro sale mantener viva a la humanidad como intentar destruirla.
En buena medida, una entidad bancaria es un reino mágico: te cobran por prestarte dinero y te cobran por prestárselo tú.
Si andas necesitado de dinero y puedes ofrecer garantías inmuebles, el banco te da dinero a cambio de más dinero del que te da, circunstancia que permite a cualquier persona la emoción singular de endeudarse, síntoma inequívoco de progreso individual y, de rebote, colectivo. Como a nadie en este mundo le gusta prestar dinero, y dado que los bancos forman parte del mundo, los estrategas del prestamismo idearon en su día un ardid consolador para ese disgusto: prestarte un dinero que se revaloriza diariamente para ellos y que se devalúa a diario para ti, beneficiario de un dinero que te cuesta dinero, e incluso tienes que considerarte afortunado por disponer de ese parné maldito que atenúa de forma momentánea la evidencia de tu carestía de capital mediante el procedimiento portentoso de volverte aún más pobre que cuando no tenías un duro.
Por lo demás, un banco también te cobra cuando eres tú el que le prestas tus ahorros, lo que es ya habilidad que roza el prodigio. Bien es cierto que la banca en general ha inventado y puesto en circulación el mito de los intereses a favor del cliente, pero que levante la mano quien no haya visto disolverse en el aire esos presuntos intereses con otros conceptos menos míticos que actúan como neutralizadores de los intereses susodichos: las comisiones de apertura de cuenta, la cuota por el disfrute de las tarjetas de crédito, los gastos de correo y gestión, las comisiones de mantenimiento, las comisiones por ingresos de cheques, las comisiones por cancelación de préstamos o las comisiones por transferencia, entre otros trilerismos.
Con todo y con eso, es cierto que los bancos -a los que habría que sentar de tarde en tarde en el banquillo, siquiera fuese como medida preventiva- practican a veces la filantropía, así sea en el ámbito reducido de los multimillonarios; es decir, entre quienes no necesitan de los bancos y a quienes los bancos necesitan. Tal sector goza de la prerrogativa de estar exento del pago de los tributos antes enumerados, lo que nos lleva a recomendar desde esta tribuna a cualquier ciudadano que se convierta en multimillonario lo antes posible, pues de lo contrario no tendrá nunca dinero que le salga gratis.
Aparte de todo lo dicho, y de todo cuanto quedaría por decir, reciben también el nombre de “banco” los elementos del mobiliario urbano que sirven para que los transeúntes cansados de ser transeúntes recuperen fuerzas para reconvertirse en transeúntes, de modo que cada cual pueda seguir el rumbo que le corresponda en nuestro teatrillo universal.
En buena medida, una entidad bancaria es un reino mágico: te cobran por prestarte dinero y te cobran por prestárselo tú.
Si andas necesitado de dinero y puedes ofrecer garantías inmuebles, el banco te da dinero a cambio de más dinero del que te da, circunstancia que permite a cualquier persona la emoción singular de endeudarse, síntoma inequívoco de progreso individual y, de rebote, colectivo. Como a nadie en este mundo le gusta prestar dinero, y dado que los bancos forman parte del mundo, los estrategas del prestamismo idearon en su día un ardid consolador para ese disgusto: prestarte un dinero que se revaloriza diariamente para ellos y que se devalúa a diario para ti, beneficiario de un dinero que te cuesta dinero, e incluso tienes que considerarte afortunado por disponer de ese parné maldito que atenúa de forma momentánea la evidencia de tu carestía de capital mediante el procedimiento portentoso de volverte aún más pobre que cuando no tenías un duro.
Por lo demás, un banco también te cobra cuando eres tú el que le prestas tus ahorros, lo que es ya habilidad que roza el prodigio. Bien es cierto que la banca en general ha inventado y puesto en circulación el mito de los intereses a favor del cliente, pero que levante la mano quien no haya visto disolverse en el aire esos presuntos intereses con otros conceptos menos míticos que actúan como neutralizadores de los intereses susodichos: las comisiones de apertura de cuenta, la cuota por el disfrute de las tarjetas de crédito, los gastos de correo y gestión, las comisiones de mantenimiento, las comisiones por ingresos de cheques, las comisiones por cancelación de préstamos o las comisiones por transferencia, entre otros trilerismos.
Con todo y con eso, es cierto que los bancos -a los que habría que sentar de tarde en tarde en el banquillo, siquiera fuese como medida preventiva- practican a veces la filantropía, así sea en el ámbito reducido de los multimillonarios; es decir, entre quienes no necesitan de los bancos y a quienes los bancos necesitan. Tal sector goza de la prerrogativa de estar exento del pago de los tributos antes enumerados, lo que nos lleva a recomendar desde esta tribuna a cualquier ciudadano que se convierta en multimillonario lo antes posible, pues de lo contrario no tendrá nunca dinero que le salga gratis.
Aparte de todo lo dicho, y de todo cuanto quedaría por decir, reciben también el nombre de “banco” los elementos del mobiliario urbano que sirven para que los transeúntes cansados de ser transeúntes recuperen fuerzas para reconvertirse en transeúntes, de modo que cada cual pueda seguir el rumbo que le corresponda en nuestro teatrillo universal.
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Desde luego, cada vez que te lo propones nos plantas la realidad ante la cara en forma de bofetada. Felipe, te aviso de que entre los banqueros no vas a hacer muchos amigos. En cambio, los transeúntes te estamos muy agradecidos porque tus palabras son como ese banco que nos permite tomar aire para seguir caminando. Más escépticos si cabe, pero caminando al fin y al cabo. Saludos.
ResponderEliminarUna vez en un acto social al escritor Juan Gil Albert presentaron a un banquero, supongo que director de alguna entidad; aquél comenta en sus memorias que el banquero se apresuró a indagar sobre el escritor a un conocido preguntando "¿es solvente?".
ResponderEliminarAl poder político desde hace años parece que sólo le interesa indagar la "solvencia" de los ciudadanos, trabajar sobre ella, "para crear riqueza". Este utilitarismo ha resultado en efecto un espejismo.
http://www.elpais.com/articulo/ultima/155/euros/elpepiult/20110527elpepiult_1/Tes
ResponderEliminarLo que usted dice: los bancos al banquillo.
ResponderEliminarEh, que se olvida de los bancos de peces y los de plasma.
ResponderEliminar...Y también los bancos de pruebas.
ResponderEliminarY de los rústicos bancales, que el campo también existe.
ResponderEliminarAh, pues sí.
ResponderEliminarY los de niebla, que son los más bonitos de todos (si uno no es marino).
Y hasta de esperma. Si es que ya hay bancos para todo. Parece que hasta el ex-todopoderoso Strauss-Kahn era un especialista en este tipo de arriesgadas inversiones hasta hace muy poco. ¡Qué de bandazos da el mercado…!
ResponderEliminarSaludos lorquinos a todos.
http://www.ayudamosalorca.com/
Decía una chirigota gaditana que el banco de esperma se llamaba "Unipaja".
ResponderEliminarEjem.
Me encantan los bancos de condensadores.
ResponderEliminary apoyaria medidas "quirúrgicas" en contra de la usura y el enriquecimiento desmedido