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El verano es época de alteraciones. Se paraliza la actividad política, por ejemplo, pero se activa casi todo lo demás. Es tiempo oficioso de carnavales, porque todo el mundo tiende a disfrazarse, aunque no con atuendos fantasiosos, sino con una simple gorra de propaganda, con una camiseta de propaganda y con unas chancletas que no suelen ser de propaganda y que es lo único que no sale gratis del conjunto.
En verano, todos decimos que queremos descansar, pero se trata sólo de una verdad a medias, o al menos de una verdad fragmentaria: lo que en realidad pretendemos es descansar de nosotros mismos. Descansar de nosotros mismos aun a costa de nuestro propio descanso y, sobre todo, del descanso del prójimo, porque el verano tiende a convertirse en una democratización del ruido, que, nos guste o no, es la música de la libertad, en vista de que somos una especie animal muy chirriante en cuanto salimos de la jaula.
Por no se sabe qué liberación del subconsciente, un ciudadano modélico –al menos con arreglo a patrones convencionales- puede transformarse durante el verano en una especie de salvaje noctámbulo que no duda en ponerse a cantar de madrugada en plena calle para celebrar que le ha caído bien el tinto con casera, pócima de hechicería que transforma a determinados varones en trovadores tronantes. Por no se sabe qué terapia psicoanalítica espontánea, una señora recatada y pudibunda, dispuesta a escandalizarse a la mínima, admiradora de las santas y de los santos, devota de las buenas costumbres y partidaria de cualquier tipo de martirio, decide ir de pronto al supermercado envuelta en un pareo transparente, como si fuese una bailarina del Oriente exótico.
El verano es una estación curiosa, una especie de experimento sociológico para que comprobemos cómo sería la vida si no tuviésemos que trabajar y anduviésemos todos ociosos por ahí los siete días de la semana. No sería un mundo fácil, desde luego, porque el ocio permanente es un trabajo bastante duro, tanto para el ánimo como para el bolsillo. Y dormiríamos poco, desde luego, o al menos a deshora, porque lo primero que se le ocurre al ser humano en cuanto se siente liberado es hacer ostentación de su libertad, al dar por hecho que una persona discreta y silenciosa no puede ser sino un ente deprimido.
El silencio está desacreditado, al considerarse el antípoda de la diversión. La diversión debe ser sonora, porque el silencio es signo indudable de aburrimiento. Y en eso estamos: cada cual alardeando de diversión con sus gritos felices, con sus cantos de madrugada, con su moto a escape libre, con su moto acuática o con su coche-discoteca. Haciendo del verano un infierno alegre, una estación anómala en la que experimentamos el placer de no ser nosotros mismos mediante la apostasía transitoria de nuestras obligaciones y costumbres. Porque en el fondo se trata de eso: estamos hartos de aguantar y de aguantarnos, cansados de ser quienes somos y cansados de ser quienes nos obligan a ser durante el resto del año, cansados de callar y de acallarnos. Y por eso nos ponemos, en fin, a hacer ruido. Digo yo, no sé.
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Con dos discotecas latinas debajo de mi casa, no sabes cómo me he visto reflejado en tu texto.
ResponderEliminarUn abrazo.
Apartamento en Chipiona, muy cerquita del faro, ¡y también de una terraza de verano!. Coches aparcados en triple fila -el mio por supuesto atrapado en la menos accesible- tapones de oídos para conciliar el sueño. Y una envidia horrorosa hacia Robinson Crusoe, jeje.
ResponderEliminarEl trabajo dignifica al hombre. Y lo mantiene ocupado el resto del del año, al menos.
UN SALUDO.
Yo prefiero veranear en invierno. (Entiandanme).
ResponderEliminarMe ha encantado lo de la bailarina exótica.
ResponderEliminarA algunos no nos queda otro remedio que ése, Maese Veraneante. Mis microalgas no están dispuestas a crecer si yo no les abono los medios...
ResponderEliminar(Sí, es surrealista, pero díganme qué trabajo, en el fondo, no lo es).
¡«Sástamente» eso!... un mercadillo de espejuelos montehermoseños... con pareo y chanclas...
ResponderEliminarDecía yo que cuando leo el «antípodo», que pienso en los pobreticos que caminan bocabajo.
Y que también m´acuerdo de... pero no, mejor no.
Un abrazo desde la orilla silenciosa (a gritos).
Remedios.
Yo tengo unos vecinos que parecen veranear todo el año, afortunadamente llevan fuera unos días, así que, ¡¡bendito verano!!
ResponderEliminarCreo que sólo es cuestión de educación. Como casi siempre una entrada genial Felipe, la semana pasada eché de menos la entrada al Mercado de Espejismos, que mal acostumbrado me tienes.
Las vacaciones ruidosas del verano, o silenciosas o en cualquier estación, es como el ruido o la "nieve" de la televisión analógica desintonizada, resto del Bing Bang primigenio; un estar desde siempre ahí que nos soporta, anterior a los hombres y sus cuitas; por eso el vacío (horror vacui) y el stress vacacional y post-vacacional. Algunos los remedian dispersando a lo largo del año, de sus frecuentes festividades, de sus bajas simuladas, etc las escapadas. Los acúfenos que torturan la sensibilidad de los jóvenes, debidos a los audífonos pasados de volumen o las increiblemente tronantes discotecas o pubs; la expandible longitud de la onda y la sordera parece ya dar a entender ese gusto por gastar y llenar lo insaciable, el puro aire.
ResponderEliminarDices muy bien y sabes mucho.
ResponderEliminarVengo a leerte y voy dejando a un lado los periódicos, algunos tienen artículos buenos, dos o tres hojas para leer y lo demás una ojeada, nada más.
Sigo saturada de información, venir a leerte es una lectura diferente y placentera. Quizás lo que refleja tu carácter. Digo yo, no sé...
Besos.
Gracias por los comentarios.
ResponderEliminarY ánimo para lo que queda.