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Damos por sentado que cada persona es un mundo, y no deja de advertirse un no sé qué vanidoso en esa afirmación radical de nuestro yo, de nuestro temperamento, de nuestro destino. A todos nos ocurren, en esencia, las mismas cosas, aunque las anécdotas nos singularicen, y forjamos nuestra leyenda privada en virtud de esas anécdotas. No nos singulariza el sufrimiento, sino su origen y su desarrollo. No nos hace únicos el favor de la fortuna, sino su forma caprichosa de elegirnos.
No obstante, por únicos e intransferibles que seamos, la humanidad puede dividirse en grupos, y éstos dividirse a su vez en subgrupos, y dentro de esos subgrupos pueden tener cabida las variantes anómalas, lo que de ningún modo nos excluye del grupo, circunstancia que no deja de ser un golpe bajo a nuestra pregonada singularidad.
Uno de los grupos humanos más curiosos es el que constituyen los graciosos sin gracia, esos individuos que se esfuerzan en ser graciosos sin éxito alguno, con la peculiaridad de que el gracioso fracasado no alcanza siquiera el rango de gracioso fracasado, lo que de algún modo constituiría un reconocimiento a medias de su afán, sino el de puro patoso.
Vas por la calle y te ves venir de frente a un patoso oficial, a uno de esos que se empeñan en tener un tipo de carácter que les ha negado la naturaleza, porque en todo patoso hay un rebelde: se resiste a ser como es. “Mala suerte”, musitas cuando te das cuenta de que el gracioso de impostura te ha visto, porque suelen tener ellos vista de águila, sin duda por pasarse la vida buscando presas.
El patoso, según es inherente a su condición, te para con el fin de hacerte partícipe de una de sus gracias sin gracia. Te resignas e intentas exhibir una sonrisa postiza y cortés, algo que se parece de manera remota a una sonrisa, porque –nadie sabe por qué razón, quizá por un resorte de caridad- a los patosos les obsequiamos una sonrisa prematura: procuramos reírnos de antemano de la sosería que van a formularnos como si fuese el chiste del siglo.
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Entonces, el patoso te suelta su gracia sin gracia alguna, y tu sonrisa postiza se transforma en un rictus angustiado, porque lo que el patoso acaba de decirte tiene tan poca gracia, que sería capaz de derretir la sonrisa pintada en la cara de un payaso y transformarla en una mueca de dolor de muelas. Pero aguantas el tipo y restableces la sonrisa falsa, esa sonrisa ilusoria que se parece a una sonrisa en la misma medida en que un aguacate abierto se parece a una rana verde. Si alguien te viese hablar en ese instante con el patoso, pensaría, a juzgar por tu expresión, que el patoso está contándote cómo se sacaban las muelas en el siglo XIII.
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¿Durante cuánto tiempo puede uno mantener una sonrisa falsa? Más bien poco, ¿verdad? Pero el patoso no tarda en liberarte, no por prudencia, no, sino por filantropía: él se debe a su público, que es la humanidad. Él tiene que repartir su gracia sin gracia de un modo equitativo, a cuanta más gente mejor, y no puede caer en el favoritismo. “Adiós”, te dice el patoso, y no es raro que adorne esa despedida con alguna coletilla que él considera desternillante. “Uf”, suspiras, y el patoso sigue su camino, malentendiéndose con su carácter, repartiendo la alegría a su peculiar manera. Esa alegría suya que tanto se parece a una patada en plena boca con un zapatón blando de payaso.
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Uh.
ResponderEliminarLo mismo que el que desafina no suele saber que lo hace, el patoso no debe ser consciente de que lo es.
¿Cómo saber, entonces, si lo somos o no?
Tal vez la respuesta esté en los buenos amigos, de los que tal vez carece el patoso. Aquellos que se juegan la amistad cuando dicen la verdad (tío, estás metiendo la gamba).
Citemos. No sé si soy un patoso, pero sí que soy un pesado. El pesado de las citas, concretamente. Les ruego que me perdonen.
No necesito un amigo que cambie y asienta conmigo (pues mi sombra hace mejor esas cosas), sino que diga la verdad y que me ayude a decidir (Plutarco: Cómo Sacar Provecho de los Enemigos).
De todas formas, Microalgo, creo que es preferible ser un patoso sin conciencia de serlo que tener un buen amigo que te diga que eres un patoso. Al fin y al cabo, la condición de patoso tal vez sea irredimible. Mejor vivir en la inocencia de la propia patosería.
ResponderEliminarInteresante disquisición.
ResponderEliminarLo más probable es que la idiosincrasia del patoso se deba, en parte, a la falta de autocrítica, por lo que sería inmune también a la crítica ajena. Sin embargo, el que aceptara la advertencia del amigo, ya de antes se habría reconvenido a sí mismo, y no sería patoso.
Ergo parece que lleva Usted razón: el patoso puede ser prácticamente incurable, y entonces pa qué.
Más que poner una sonrisa falsa, creo que deberíamos aprender a ser asertivos. Sería una buena manera de no ser como el patoso, y así no tener que disfrazarnos de lo que no deseamos.
ResponderEliminarPero como hay de todo, pues tu texto me ha recordado a un circo: donde está el payaso de turno, y los espectadores que intentan abonar su entrada con algún agradecimiento; unos de una manera y otros de otra.
Saludos y encantada.
Me parece que acabo de ser consciente de tener un patoso cercano.
ResponderEliminarSe trata de una persona que a veces es interesante, pero cuando le da el punto "payaso blandengue reiterativo" estando conmigo , me pongo muy nerviosa y digo cosas como : "eso ya lo has contado", o "vamos que tenemos prisa" , o aún peor: le doy una patadita por debajo de la mesa.
Creo que (espero), al menos algunos patosos, tienen tanta gana de agradar que, si supieran que el resultado de sus gracias es justo el contrario de lo que se proponen, quizás, tras el susto y disgusto inicial, harían un cursillo acelerado de "despatosería".
Algunos, creo yo.
¡¡Pobres!!