En estos días, gracias a esa especie de filantropía universal que se nos instala en el subconsciente (o similar), todos vamos por ahí regalando felicitaciones y buenos deseos, que son regalos que sólo tienen gasto de saliva: “Feliz 2010”, decimos a cualquiera y de manera irresponsable. Porque, veamos: imaginen ustedes que esa felicitación, aparte de una fórmula de cortesía, fuese también un conjuro eficaz, una fórmula mágica que, efectivamente, hace que su destinatario alcance una felicidad mayor que la que le estaba reservada por la conjugación rutinaria de los astros… o de lo que sea.
Imaginemos que le deseamos un año próspero a un desconocido con el que coincidimos en el ascensor y resulta que ese individuo es traficante de armas, pongamos por caso, de manera que, por efecto del embrujo contenido en nuestra frase, el tipo se harta de vender metralletas por quién sabe qué regiones levantiscas del Oriente, y el año 2010 le viene entonces próspero de pura prosperidad en vena, lo que se dice próspero hasta la náusea, que ya es decir.
O imaginemos que le deseamos un feliz año nuevo al dependiente de una ferretería sin saber que se trata de un asesino en serie que colecciona hachas, machetes y sierras mecánicas para trinchar al mayor porcentaje posible de vecindario, con la agravante de que nunca recaerá sobre nuestra conciencia el hecho de haberle proporcionado una dosis mayor de felicidad, cuando su aterradora felicidad consiste en cargarse a congéneres.
Son fechas imprudentes las navideñas, y alcanzan su máximo peligro en las inmediaciones del 31 de diciembre, cuando nos dedicamos a formular deseos de felicidad y de prosperidad tres o cuatro veces por minuto, a cualquiera, a gente desconocida, a personas de las que no sabemos su nombre ni, mucho menos, cuál puede ser su concepto de felicidad y de prosperidad, que son nociones oscilantes: hay quien cifra la felicidad en repartir infelicidad y hay quien considera un síntoma de prosperidad el hecho de que un incauto suscriba una hipoteca, y así sucesivamente.
Digo yo, no sé, que los buenos deseos que de manera tan irresponsable repartimos en estas fechas deberían limitarse al círculo de amistades íntimas, y, aun así, conviene hacer ese reparto con cautela: igual le deseas felicidad al amigo que está intentando quitarte la novia, por ejemplo, porque nunca se sabe.
“Que tenga usted un feliz año”, podemos decirle al caballero amable que nos cede un hueco en la barra de una cafetería abarrotada, sin saber que ese caballero es el inspector de Hacienda que va a visitarnos con peores modales y con peores intenciones durante el mes de julio de 2010, poco más o menos. Y es que igual somos magos sin saberlo y nos dedicamos a propagar hechizos y abracadabras que acaban volviéndose contra nosotros, porque cosas más raras se han visto… De todas formas, que tengan todos ustedes un feliz año. Feliz y próspero. Pase lo que pase.
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Y tú que lo compartas con los tuyos. Un abrazo.
ResponderEliminarIgualmente para ti, Felipe, un próspero año te deseo. Y que el 31 de diciembre del año que entra, pueda volver a leerte para despedirlo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jorge
Yo solo espero que los que mercadean en estas fechas no nos intoxiquen demasiado... y que no dejes de escribir.
ResponderEliminarGracias a vosotros.
ResponderEliminargracias a ti
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