Los dioses se nos pueden morir entre las manos, porque son entelequias muy frágiles, pero persiste en nosotros el recuerdo del trato que mantuvimos con ellos allá en la edad de oro, en aquel tiempo poblado de deidades portentosas, de hadas y de duendes, de seres luminosos y pequeños, entrevistos en la oscuridad con los ojos aterrados de la fantasía.
De niños, cuando llegaban estas fechas, desembalábamos las figuras de barro: pastores, hilanderas hacendosas, herreros ante el yunque, ángeles anunciadores… Año tras año, aquellas figuras, al desenvolverlas, nos parecían nunca vistas y a la vez muy familiares, como si fuesen parientes venidos sólo por Navidad, tras su letargo en el interior de una caja sellada, embalsamados en hojas de periódico.
Y allí estaba el temeroso rey Herodes, a quien esclavos barbudos, reverentes y terribles, mostraban unas bandejas repletas de cabezas sangrantes de recién nacidos. Y el batallón de soldados de capa escarlata, rígidos y muy serios, con sus lanzas de alambre. De los envoltorios iba saliendo el durmiente bajo la palmera, la vieja que azuzaba unos cerdos, la buñolera ante su perol con aceite, y un gato atigrado a sus pies; el muchacho del torso desnudo que cargaba en sus hombros un carnero. Y luego el zoológico: las ovejas con lana fingida, las bandadas de gallinas policromas, los patos que flotaban, las cabras ventrudas, los polluelos y lechones, las palomas colgadas con tanza….
Llegaba el momento estelar con la aparición de los Magos de Oriente, suntuosos y exóticos, a lomos de caballos y camellos cuajados de atalajes, portadores de cofres que guardaban el oro, el incienso y la mirra. Aquellas majestades errantes por desiertos y por valles frondosos en pos de una alta estrella, brújula hipnótica de la Divinidad…
Hacíamos una excursión a los pinares para cortar lentisco -y para arrancar algo de musgo también si era húmedo el año- y otra excursión a la carpintería para pedir un poco de serrín. Y, luego, tras las labores paternas de electricidad y de carpintería, allí nos congregábamos todos, los niños enredando y los mayores pidiendo disciplina, y el belén, poco a poco, iba adquiriendo el aspecto de un bosque mágico, con sus grutas de corcho, con su nieve incoherente, con el fondo de papel que simulaba constelaciones del color de la plata recién limpia, con su río fluyente y rumoroso, movido por un motorcillo siempre dispuesto a averiarse. El serrín expandía su perfume a madera viva, y el calor de las luces hacía que el corcho evaporase sus humedades, y el lentisco de suave aroma y el musgo de blando olor parecían teñir de fragancia verde el aire, y la habitación en que estaba el belén olía de repente a campo abierto, y mirábamos el tornasol de las bombillas, su juego espectral de sombras, el crepitar de la hoguera simulada, todo color de luces de verbena y todo a la vez sombrío, envuelto en densa noche, pues suelen ser nocturnos los misterios.
Los dioses pueden morir, y de hecho mueren. Pero viaja uno en el tiempo, hacia atrás, hacia lo que ya no existe, y le conmueve la memoria de aquellos momentos en que montaba esos teatrillos con la inocencia de quien levanta un altar a un dios nacido para morir.
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Uh, yo esa figurita gore del Herodes y la bandeja de infantiles cabezas no la había visto nunca. Qué mal rollo, oiga. Es que antes de los tiempos actuales (tan políticamente correctos) el horror era una de las enseñanzas habituales para los niños pequeños. Llevo años buscando un viejo libro de lecturas que tuve (¿"Senda", se llamaba?), uno de cuyos últimos capítulos mostraba a la luna devorando a un campesino, con ua ilustración de tal calibre que luego uno se lee los Mitos de Chtulhu y se parte de risa.
ResponderEliminarA ver si doy con él.
Pues sí: un tipo con turbante que sostiene una bandeja con cabezas de niños. También soldados con una cabeza infantil en una mano y una espada ensangrentada en la otra.
ResponderEliminarBelenismo gore, en efecto.
Son figuras que mi padre guarda desde niño.
Jopé.
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