domingo, 29 de marzo de 2009

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ





LA ELEGÍA JUVENIL DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ


(Prólogo a Elejías, Editorial Visor, Madrid, 2007)




El genio suele ser precoz, pero la genialidad suele alcanzarse a su debido tiempo. El ciclo de las Elejías se encuadra en esa fase creativa que Juan Ramón Jiménez redujo a la denominación de “borradores silvestres”; una fase bastante prolongada que acabaría atormentándole -no siempre con fundamento- durante el resto de su vida: su perfeccionismo soportaba mal los trámites ineludibles para alcanzar la perfección.


Da la impresión de que Jiménez quiso nacer enseñado, y es posible que así fuera, pero el caso es que tuvo que aprender, y de ese periodo de aprendizaje, muy fecundo, quedaron bastantes borradores imborrables y de valía muy irregular. Sus tormentos con respecto a esa etapa “silvestre” no sólo fueron de índole estilística, sino incluso también de índole meramente tipográfica: siempre se avergonzó de haber mandado imprimir Ninfeas en tinta verde y Almas de violeta en tinta morada, atrevimiento juvenil que, a su manera, también constituyó un aprendizaje –o tal vez un escarmiento- para quien luego sería uno de los tipógrafos más armoniosos y elegantes de la edición española.


En la obra aforística de Jiménez abundan las pruebas de ese afán de perfección loable o enfermizo, según se mire; o mejor: loable y enfermizo: “Ningún día… sin romper un papel”, o bien: “Mi mejor obra es mi constante arrepentimiento de mi Obra”.


Las Elejías forman un tríptico: Elejías puras, Elejías intermedias y Elejías lamentables. Fueron escritas entre 1907 y 1908, y se publicaron, respectivamente, en 1908, 1909 y 1910, a costa del autor.


Jiménez, al filo de la treintena, compone estos libros en su Moguer natal, adonde ha vuelto tras una estancia madrileña marcada por la vida literaria y por la vida de sanatorio. Tras la muerte de su padre, en 1900, los problemas económicos asedian a la familia, hasta llevarla unos años después a la ruina; mientras tanto, el poeta, seguro de su destino, se debate entre los versos y las crisis nerviosas, entre la tentación del suicidio y el pánico a morirse en cualquier instante, alejado del hervidero estético de Madrid para ir configurando su poética mediante una producción incesante e insaciable, alzando los muros de ese inmenso laberinto textual que es su obra, siempre en proceso, siempre rectificada y reorganizada conforme a una idea de organismo total, aunque no faltan indicios para suponer que el organismo acabó devorando a su creador, que se vio obligado a buscar un punto difícil de equilibrio entre su fertilidad y su sentido de la armonía, entre su deseo de perfección y su escritura apremiante. Él sabría si lo encontró o no. Nosotros podemos alimentar la duda. “Esta ha sido siempre mi vida: dejar y no acabar; el inquieto pase de una cosa a otra, y la ordenada acumulación del atraso”, escribió a Alfonso Reyes en 1937. A fin de cuentas, es posible que a Jiménez le hubiesen hecho falta dos vidas: una para escribir y otra para organizar y revisar lo escrito. Sea como sea, pocos ejemplos tan radicales de vocación pueden hallarse en la poesía española de todos los tiempos como el que representa él, incluso en la medida en que una vocación se convierte en obsesión, quizá porque la vocación verdadera exige ese grado de trastorno.


En sus Elejías, Jiménez se acoge a un único molde estrófico: el serventesio alejandrino, lo que otorga al conjunto un aire monótono, a pesar de los muchos recursos retóricos que despliega el poeta, quizá porque la variedad de los recursos queda neutralizada por la invariabilidad de la fórmula. Son escasos los poemas que presentan una autonomía de sentido, una rotundidad estructural como tales poemas. En realidad, las Elejías pueden leerse como un único poema fragmentado, como un discurso homogéneo en cuanto a tono, imágenes, metro y emocionalidad. Muy pocos poemas de este ciclo elegiaco soportarían el aislamiento: su valor está en función del todo.


El alejandrino –y más después de pasar por las manos de Rubén Darío- es un verso propicio a la ampulosidad, al permitir el recargamiento adjetival y las entonaciones grandilocuentes. Sin embargo, Jiménez recurre al alejandrino para vertebrar un discurso asordinado, sin relieves acentuales, en busca de un fluir apesadumbrado y cansino, aunque sereno, al margen de las caídas ocasionales en el patetismo, que se advierten sobre todo en las Elejías intermedias:

Estoy negro de vicio, de sol y de pereza,
roto para la lira y para los amores…

No podemos olvidar que estamos aún ante un poeta vulnerable a los ecos románticos, exaltados y excesivos, y al que la voz se le ahueca de vez en cuando. Aparte de eso, el autor de estas Elejías es un joven hiperestésico y narcisista, atento al más mínimo achaque de su espíritu para expresarlo. No se trata de un poeta meditativo, sino de un poeta sufriente que no extrae conclusiones de sus sentimientos: se limita a exponerlos. De ahí le viene tal vez al conjunto su fragilidad: su carácter solipsista, ese solipsismo que Antonio Machado, por influencia de Unamuno, señaló como un lastre para la actividad poética en su reseña de Arias tristes: “De todos los cargos que se han hecho a la juventud soñadora, en cuyas filas aunque indigno milito, yo no recojo más que dos. Se nos ha llamado egoístas y soñolientos. Sobre esto he meditado mucho y siempre me he dicho: si tuvieran razón los que tal afirman, deberíamos confesarlo y corregirnos. Porque yo no puedo aceptar que el poeta sea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí mismo. Y he añadido: ¿no seríamos capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante? Acaso, entonces, echáramos de menos en nuestros sueños muchas imágenes, y tal vez entonces comprendiéramos que éstas eran los fantasmas de nuestro egoísmo, quizá de nuestros remordimientos. Lejos de mi ánimo el señalar en los demás lo que veo en mí, pero me atrevo a aconsejar a Juan R. Jiménez esta labor de autoinspección”.


El diálogo que tiene que establecer el lector con estos poemas resulta complicado por ese flanco que señala Machado, ya que se trata de un diálogo que le obliga a asentir a una formulación cuya única materia es el egocentrismo… ajeno. Y es que si bien es cierto que la poesía parece exigir que detrás de ella haya una conciencia, también lo es que hay conciencias que exigen un primer plano, conciencias que no proponen un coloquio, sino que representan una proclama. De todas formas, Jiménez fue consciente de la necesidad de la huida del yo en beneficio de la trascendencia del yo poético: “El poeta es un condenado a nombrar y su gloria única, que es gloria interior, está en perder su nombre en el de las cosas, el mundo, hasta quedarse anónimo por su incorporación, incorporarse por lo creado al mundo”.


El poeta –el poeta en abstracto y el poeta Jiménez en concreto- está considerado en las Elejías como un ser aparte, como un sujeto anómalo –orgullosamente anómalo- en la jerarquía humana. El poema XXXIV de Elejías lamentables, el que cierra el conjunto, es una afirmación –un poco remilgada tal vez- de la extrañeza intrínseca que representa la figura del poeta en una realidad estructurada en torno al valor de lo concreto:


Hombres en flor –corbatas variadas, primores
de domingo-: mi alma ¿qué es ante vuestro traje?
Jueces de paz, peritos agrícolas, doctores,
perdonad a este humilde ruiseñor del paisaje.

Yo no quisiera nunca molestaros, cantando…
Ved: este ramo blanco de rosas del ensueño
puede hacer una música melancólica, cuando
sonreís con los labios; pero yo no os desdeño.

En las Elejías, Jiménez está, en fin, descubriéndose: alguien que participa a partes proporcionadas de una indefinición de carácter y de un carácter singular, de la ingenuidad y de la astucia retóricas, de los sentimientos blandos y de las emociones rotundas, de las melancolías convencionales y del abismo verdadero, de la poesía de almanaque y de los ecos simbolistas que le han llegado de Francia y que hacen que en sus versos todo tienda a ser violeta, amarillo o de oro.

En Moguer, alejado de tantas cosas, aunque ni por un instante de sí mismo, un joven poeta, al borde de una muerte imaginaria, conversa, en fin, con sus melancolías, y empieza la salmodia:

Dulces rosas de olor, que entre la hiedra verde…


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