(Publicado en prensa)
Desde los tiempos brumosos en que
los humanos acordaron constituir asambleas para intentar resolver sus
conflictos, el conflicto principal han sido las asambleas. Por no se sabe qué
motivo, cualquier reunión humana, así se trate de una convocatoria vecinal,
está condenada a convertirse no solo en un guirigay, sino también en una
trifulca. Parece ser que llevamos la discordia en los genes, aunque no resulta
del todo descartable la posibilidad de que esa naturaleza pendenciera se derive
de una milenaria maldición egipcia o sumeria, como poco. Sea por lo que sea, el
caso es que buena parte de la clase política ha adoptado históricamente, como
tradición inquebrantable, el recurso al insulto, al sarcasmo, al sofisma, al
enrocamiento en el dogma y en el prejuicio, a la humillación pública del
adversario, a la destemplanza y, a menudo, a la idiotez orgullosa de serlo. Si
alguien no dispone de esas habilidades, casi mejor que opte por la carrera
eclesiástica. De vez en cuando, en algún informativo, vemos a unos
parlamentarios de países más o menos exóticos liarse a tortas, en un paso más
hacia el perfeccionamiento del debate o, al menos, hacia las soluciones
expeditivas: lo que no pueden arreglar las palabras puede arreglarlo un bofetón.
Sin
irnos tan lejos, la presidenta de nuestro Congreso va a verse obligada a
matricularse en un cursillo de adiestramiento canino, ya que algunas señorías
están que ladran. Se ha desatado la furia, según parece, o al menos las
lenguas, y prefiere uno pensar que todo se trata de una puesta en escena, de
una performance parlamentaria para que el pueblo se divierta un poco en esta
época de incertidumbres concretas y abstractas. Solo eso: una representación
teatral subida de tono en la que los actores intercambian barbaridades entre sí
y se estrellan tartas de oratoria en plena cara. Para entretenernos un poco, ya
digo. Sin maldad.
Como
no podía ser de otra manera, algunos parlamentarios son mejores actores que
otros, y no falta quien sobreactúa. En ese defecto de sobreactuación puede
incurrirse por activa o por pasiva: por activa si se te calienta la boca más de
la cuenta o por pasiva si te ves a obligado a indignarte por el calentón de una
boca ajena, lo que conlleva el que tu boca también se caliente. Hay momentos
estelares en que el Congreso parece un bar en el que unos entes achispados
discuten sobre ovnis. Pero, bien mirado, tiene su sentido: si ellos son los
representantes del pueblo, nos representan a la perfección, con absoluta
fidelidad. Qué bien nos conocen. Qué bien nos interpretan: airados, sectarios,
irracionales. Qué bien.
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