Más de dos meses después de las
elecciones generales, aún no sabemos si tendremos un gobierno –ya sea de coalición,
de cooperación o de colisión- o si tendremos que ir de nuevo a votar. Tampoco
sabemos si, llegado el caso, debemos votar a los mismos a quienes votamos en su
día o si resulta que nos equivocamos y debemos rectificar no ya nuestro voto,
sino incluso nuestras inclinaciones ideológicas, pues, según parece, algo
hicimos mal los votantes, que somos quienes formamos estos líos. Se trata de
una incertidumbre rara: visto lo visto, cabe la posibilidad de que acabemos
sometidos a una maratón electoral hasta que a alguien le salgan las cuentas
para gobernar con tanta autoridad como comodidad. Es decir, con una de aquellas
mayorías absolutas que algunos recuerdan como la edad de oro de nuestra
democracia.
Aparte
de rara, se trata también de una incertidumbre preocupante, al ser síntoma de
algo que venimos intuyendo desde hace tiempo: la falta de sentido de la
realidad que exhiben esas personas cuya labor consiste en gestionar la realidad
común.
Nuestros
políticos, al verse ante el panorama resultante de un voto diversificado,
parecen haber entrado en parálisis. Todos saben lo que quieren hacer, pero,
dado que nadie puede hacer del todo lo que quiere, da la impresión de que han
decidido no hacer nada. Siempre será preferible la inacción a una acción errónea,
por supuesto. Pero también puede darse el caso de que la inacción sea un error
por sí misma, en especial si se tiene en cuenta que los políticos están para
dinamizar el entramado de lo público, no para rezarle a Buda.
En
la encrucijada actual, intentamos ser comprensivos con las estrategias de los
diferentes partidos, lo que no quita que el afán de ser comprensivos nos lleve
a no comprender absolutamente nada. Guste o no, quien tiene más legitimidad
para formar gobierno es Pedro Sánchez. El problema es que le guste a él el
gobierno que pueda formar: con Iglesias en el consejo de ministros, por
ejemplo, sabe que tiene asegurada la pesadilla. La actitud de Ciudadanos, por
su parte, es uno de los grandes misterios de la politología contemporánea: un
partido que se dice de centro pero que, en plena campaña electoral, anuncia que
su socio natural es el PP y que su adversario irreconciliable es el PSOE, que
al fin y al cabo, y en rigor, es un partido de centro –valedor no sólo de la institución
monárquica sino incluso del oligopolio de las eléctricas, pongamos por caso-, hasta el
punto de que lo que más puede incomodarle es un gobierno de coalición con
Unidas Podemos.
Y
en esas estamos: unos profesionales de la política que se esfuerzan en no darse
por enterados de que están obligados a pactar y de que la renuncia a la
comodidad de la gestión forma parte del martirio que llevan implícito el poder
y la gloria.
Pero
si hay que votar de nuevo, se vota y ya. A lo que manden.
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