(Publicado ayer en prensa)
En Salamanca se ha formado un
enredo entre teológico y lingüístico que no sabe uno si resulta más pintoresco
por lo que afecta a la teología o por lo que atañe a la lingüística, esas dos
ciencias que aspiran a ser exactas, aunque en cada caso con fortuna variable.
La
cosa es que ha circulado en algunos medios una carta atribuida al obispo de
allí en la que, entre otras amonestaciones y consejos, se recrimina a los 17 hermanos
mayores de las cofradías salmantinas el acento andaluz que, al parecer, los
capataces charros emplean para jalear a su cuadrilla de costaleros, con el
inconveniente de que, al no ofrecer ejemplos concretos de esa fonética contra
natura, tiende uno a imaginarse esa deformación mimética del habla como algo de
veras luciferino, pues es probable –y se trata de una mera conjetura- que el
acento andaluz se transforme en boca de un salmantino en algo que no es andaluz
ni es salmantino, que es lo peor que puede pasarle a un acento: no ser de
ninguna parte.
"Como no es el nuestro, y por consiguiente, no estamos
acostumbrados a ello, lógicamente suena incluso mal", según dicha carta. Y
es que, en el intento de imitar el acento andaluz, cabe la posibilidad de que a
un salmantino le salga algo parecido a una de esas lenguas arcaicas en que
acostumbran expresarse los poseídos por el demonio, al menos si hemos de dar
crédito a determinadas películas, y de ahí la pertinencia de la presunta mediación
obispal, ya que se supone que una de las tareas de un obispo consiste en
mantener lo más a raya posible al Maligno y en poner coto a sus manifestaciones
cotidianas.
Claro que
hablar de “acento andaluz” como concepto genérico viene a ser como hablar del
pesimismo valenciano, de la caligrafía gallega o de los andares extremeños, pues
acentos andaluces hay muchos, y es más que probable –aunque es asunto que
confieso no haber estudiado en profundidad- que incluso entre los capataces
andaluces de pasos de Semana Santa haya variedad de modalidades de habla, igual
que la hay en el gremio sevillano de carniceros o entre los vecinos sevillanos de
un mismo bloque, por esa manía que tiene el habla regional de admitir variantes
en función del nivel sociocultural y no sólo por la determinación geográfica.
Sea como sea, mi recomendación es que se someta a los capataces intoxicados por
el acento andaluz a unas sesiones con un logopeda, salvo que el problema pueda
solucionarse por mano de santo, milagro mediante, que sería desde luego lo idóneo
y más expeditivo.
Pero
ahora viene lo mejor: una vez aireado el conflicto teológico-lingüístico,
resulta que la carta no la escribió el obispo, sino el presidente de la Junta de Semana Santa de
Salamanca, que ha reconocido que el obispo no tiene ni arte ni parte en dicha
carta. No puede decirse que el asunto alcance la dimensión de los evangelios
apócrifos ni los niveles escalofriantes de las intrigas eclesiásticas que dan
celebridad al novelista Dan Brown, pero tampoco está mal, tanto si la anécdota
se cuenta con acento andaluz o salmantino, o mejor aún: con una mezcla
multicultural de ambos.
En cualquier caso, “Ar sielo con ella”, y que sea lo que Dios
disponga.
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